Ryszard Kapuściński
Luis Suárez dijo que habría guerra, y yo siempre creía a pies juntillas todo lo que él decía. Vivíamos juntos en Ciudad de México, y Luis me daba clases sobre América Latina. Me enseñaba lo que es y cómo comprenderla. Tenía un olfato especial para ver venir los acontecimientos. En su tiempo, predijo certeramente la caída de Goulart en Brasil, la de Bosch en la República Dominicana y la de Jiménez en Venezuela. Mucho antes del regreso de Perón, creía firmemente que el viejo caudillo volvería a ser presidente de Argentina, como también vaticinó la muerte inminente del dictador de Haití, François Duvalier, cuando todo el mundo le auguraba muchos años de vida. Luis sabía moverse por las arenas movedizas de la política de este continente, en las que aficionados como yo cometíamos error tras error y acabábamos hundiéndonos sin remisión.
En esta ocasión, Luis expresó su opinión sobre la guerra que se nos avecinaba, después de doblar el periódico en el que acababa de leer una crónica deportiva, dedicada al partido de fútbol que habían jugado las selecciones nacionales de Honduras y El Salvador. Los dos equipos luchaban por clasificarse para el Mundial que, según lo anunciado, se celebraría en México en 1970.
El primer partido se jugó el domingo 8 de junio de 1969
en la capital de Honduras, Tegucigalpa.
Nadie en todo el mundo prestó la más mínima atención a este acontecimiento.
El equipo de El Salvador llegó a Tegucigalpa el sábado, y todos sus miembros pasaron la noche en blanco en el hotel. No pudieron dormir porque fueron víctima de una guerra psicológica que desencadenaron los hinchas hondureños. El hotel se vio rodeado por un hervidero de gente. La multitud arrojaba piedras contra los cristales y aporreaba láminas de hojalata y bidones vacíos. A cada momento estallaban con estruendo los petardos. Se disparaban en aullidos espantosos los cláxones de los coches que habían rodeado el hotel. Los hinchas silbaban, chillaban, proferían gritos llenos de hostilidad. El escándalo se prolongó durante toda la noche. Y todo para que los jugadores del equipo contrario, sin haber podido pegar ojo, nerviosos y cansados, perdieran el partido. En Latinoamérica, semejantes prácticas están a la orden del día, así que no sorprenden a nadie.
Al día siguiente, Honduras venció al equipo de El Salvador, muerto de sueño, por 1 a 0.
Cuando el delantero centro del equipo hondureño, Roberto Cardona, metió en el último minuto el gol de la victoria, en El Salvador, una muchacha de dieciocho años, Amelia Bolaños, que estaba viendo el partido sentada frente al televisor, se levantó de un salto y corrió hacia el escritorio, en uno de cuyos cajones su padre guardaba una pistola. Se suicidó de un disparo en el corazón. «Una joven que no pudo soportar la humillación a la que fue sometida su patria», publicó al día siguiente el diario salvadoreño El Nacional. Transmitido en directo por televisión, al entierro de Amelia Bolaños asistió la capital entera. Encabezaba el cortejo fúnebre la compañía de honor del ejército de El Salvador, portando su estandarte. Detrás del féretro, cubierto con la bandera nacional, marchaba el presidente de la república acompañado de sus ministros. Tras el gobierno desfilaban los once jugadores del equipo de El Salvador, que esa misma mañana habían vuelto al país a bordo de un avión especial, no sin que antes, en el aeropuerto de Tegucigalpa, les llenaran de vituperios, les escupieran en la cara, los ridiculizaran y vilipendiaran.
Una semana después se celebraba en un campo de fútbol de bello nombre, Flor Blanca, de la capital salvadoreña, San Salvador, el partido de vuelta. Esta vez fue el equipo de Honduras el que pasó la noche en blanco: una multitud de hinchas encolerizados rompieron todos los cristales de las ventanas del hotel para, a continuación, arrojar al interior de las habitaciones toneladas de huevos podridos, ratas muertas y trapos apestosos. Los jugadores fueron llevados al estadio en carros blindados de la I División Motorizada de El Salvador, lo que los salvó de la venganza del vulgo sediento de sangre que se apiñaba a lo largo del trayecto, enarbolando los retratos de la heroína nacional, Amelia Bolaños.
Las afueras del estadio estaban tomadas por el ejército. Alrededor del campo mismo, cordones de soldados del regimiento de élite de la Guardia Nacional blandían sus metralletas listas para disparar. Cuando sonó el himno nacional de Honduras, el estadio estalló en gritos, silbidos, abucheos e insultos, que no cesaron hasta la última nota. A continuación, en lugar de la bandera nacional de Honduras, que había sido quemada minutos antes para gran júbilo de los espectadores, locos de alegría, los anfitriones izaron en el asta un harapo sucio y hecho jirones. Resulta evidente que, dadas las circunstancias, los jugadores de Tegucigalpa no pudieron pensar en el juego. Sólo pensaban en si iban a salir de allí con vida. «Menos mal que hemos perdido este partido», dijo con alivio el entrenador del equipo visitante, Mario Griffin.
El Salvador ganó por 3 a 0.
Directamente del campo de fútbol, el equipo de Honduras fue llevado al aeropuerto en los mismos carros blindados que lo habían traído. Peor suerte corrieron sus hinchas, que, golpeados y pateados sin piedad, huían hacia la frontera. Dos personas resultaron muertas. Docenas tuvieron que ser hospitalizadas. Ciento cincuenta coches hondureños fueron incendiados. Pocas horas después, la frontera entre ambos países quedaba cerrada.
Todo esto lo leyó Luis en el periódico y dijo que habría guerra. En sus tiempos había sido un gran reportero y conocía a la perfección su terreno.
En América Latina, decía, la frontera entre el fútbol y la política es tan tenue que resulta casi imperceptible. Es larga la lista de los gobiernos que cayeron o fueron derrocados por los militare sólo porque la selección nacional había perdido un partido. Los periódicos llaman traidores a la patria a los jugadores del equipo perdedor. Cuando Brasil ganó en México el Campeonato Mundial, un amigo mío, exiliado político brasileño, estaba destrozado: «La derecha militar», dijo, «tiene asegurados por lo menos cinco años de gobierno sin que nadie la importune.» En su camino hacia el título de campeón, Brasil ganó a Inglaterra. El diario Jornal dos Sportes, que se publica en Río de Janeiro, explica la causa de la victoria en el artículo titulado «Jesús defiende a Brasil» con estas palabras: «Cada vez que el balón se acercaba a nuestra portería y parecía que nada podría salvamos del gol, Jesús bajaba un pie de entre las nubes y despedía la pelota fuera del campo.» El artículo se publicó acompañado de dibujos que ilustraban ese fenómeno sobrenatural.
El que va al campo de fútbol puede perder la vida. Tomemos como ejemplo un partido en el que México pierde con Perú por 1 a 2. Desesperado, un hincha mexicano exclama en tono sarcástico: «iViva México!» Instantes después muere masacrado por la multitud. No obstante, también hay veces en que esas fuertes emociones acumuladas se descargan de otra forma. Después del partido en el que México ganó a Bélgica por 1 a 0, borracho de tanta felicidad, Augusto Mariaga, alcaide de la cárcel de Chilpancingo (estado de Guerrero), que alberga exclusivamente a presos condenados a cadena perpetua, recorre los pasillos pistola en mano, dispara al aire y, al grito de «¡Viva México!», abre una a una todas las celdas, dejando en libertad a 142 criminales peligrosos. El tribunal absuelve a Mariaga, «porque, según se puede leer en la motivación de la sentencia, actuaba llevado por un arrebato de patriotismo».
—¿Crees que merece la pena ir a Honduras?— le pregunté a Luis, que en aquella época era redactor de Siempre, un semanario serio e influyente.
—Creo que sí — me contestó—, seguro que pasará algo. A la mañana siguiente aterricé en Tegucigalpa.
Al anochecer un avión sobrevoló la ciudad y arrojó una bomba. Todo el mundo oyó el estruendo del estallido. Las colinas que rodean la capital multiplicaron la violenta explosión del metal reventado, por lo que más tarde hubo quienes sostuvieron que se trataba de todo un bombardeo. El pánico se apoderó de la ciudad. La gente se refugiaba en los portales, los comerciantes cerraban sus tiendas. Los conductores abandonaban los coches en medio de la calle. Una mujer corría por la acera, gritando: «¡Mi hijo! ¡Mi hijol» De pronto enmudeció, y todo se sumió en el silencio. Un silencio tal que la ciudad parecía muerta. Al cabo de unos instantes se apagó la luz, y toda Tegucigalpa quedó sumida en la más profunda oscuridad.
Fui corriendo al hotel, irrumpí más que entré en mi habitación, coloqué una hoja de papel en la máquina de escribir y me puse a redactar el texto de un telegrama para Varsovia. Tenía mucha prisa, porque sabía que era el único corresponsal extranjero en Tegucigalpa y que podía ser el primero en transmitir al mundo la noticia del estallido de la guerra en América Central.
La habitación estaba tan oscura que no podía ver nada. Bajé a tientas a la recepción, donde me dejaron una vela. Volví al cuarto, encendí la vela y puse mi transistor. El locutor daba lectura al comunicado del gobierno de Honduras sobre el inicio de la guerra con El Salvador. Después vino la noticia de que el ejército salvadoreño había comenzado los ataques a Honduras a lo largo de toda la línea del frente.
Empecé a escribir:
TEGUCIGALPA (HONDURAS) PAP 14 DE JULIO VÍA TROPICAL RADIO RCA HOY A LAS SEIS DE LA TARDE EMPEZÓ LA GUERRA ENTRE EL SALVADOR Y HONDURAS LA AVIACIÓN DE EL SALVADOR BOMBARDEÓ CUATRO CIUDADES HONDUREÑAS STOP AL MISMO TIEMPO LAS TROPAS DE EL SALVADOR VIOLARON LA FRONTERA CON HONDURAS INTENTANDO PENETRAR EN EL INTERIOR DEL PAÍS STOP EN RESPUESTA AL ATAQUE DEL AGRESOR LA AVIACIÓN DE HONDURAS BOMBARDEÓ LOS MÁS IMPORTANTES CENTROS INDUSTRIA-LES Y OBJETIVOS ESTRATÉGICOS DE EL SALVADOR Y LAS FUERZAS TERRESTRES EMPRENDIERON ACCIONES DEFENSIVAS.
En aquel instante oí gritar desde la calle: «¡Apaga la luz!», una, dos, más veces, y con una voz cada vez más apremiante y nerviosa, así que me vi obligado a apagar la vela. Seguí escribiendo a tientas, a ciegas; sólo de cuando en cuando alumbraba el teclado de la máquina con la llama de una cerilla.
LA RADIO INFORMA QUE SE LIBRAN DUROS COMBATES EN TODO EL FRENTE Y QUE LAS TROPAS DE HONDURAS CAUSAN GRANDES BAJAS AL EJÉRCITO DE EL SALVADOR STOP EL GOBIERNO EXHORTA A LA NACIÓN A DEFENDER LA PATRIA EN PELIGRO Y APELA A LA ONU PARA QUE CONDENE LA AGRESIÓN.
Bajé al vestíbulo con el telegrama, encontré al propietario del hotel y le rogué que buscase a alguien que me acompañase a Correos. Como había llegado ese mismo día, desconocía Tegucigalpa por completo. No es que sea una ciudad grande —apenas un cuarto de millón de habitantes—, pero está situada sobre colinas, lo que hace que tenga un entramado de calles complicado. El propietario quería ayudarme, pero no tenía a nadie disponible, y yo tenía prisa. Al final, llamó a la policía. Ningún agente tenía tiempo. Así que llamó a los bomberos. Al cabo de un rato llegaron tres, con sus uniformes de trabajo, cascos y hachas incluidos. Nos saludamos a ciegas; no pude ver sus rostros. Les supliqué que me condujeran a Correos. «Conozco muy bien Honduras», mentí, «y sé que es un país que alberga a la gente más hospitalaria del mundo. Estoy seguro de que: no me negarán el favor. Es muy importante que el mundo sepa la verdad sobre quién empezó la guerra, quién disparó primero, etc., y quiero asegurarles que lo que he escrito es la purísima verdad. Ahora lo primordial es el tiempo; debemos damos prisa».
Salimos del hotel. A través de la oscura noche sólo pude distinguir la línea de la calle. No sé por qué, pero hablábamos en voz muy baja, susurrando. Contaba los pasos en un intento de memorizar el camino. Estaba a punto de llegar a mil, cuando los bomberos se detuvieron y uno de ellos llamó con los nudillos a una puerta. Desde el interior, una voz nos preguntó con insistencia quiénes éramos. Luego la puerta se abrió fugazmente, tan sólo un instante, para que desde fuera no se viese la luz. Ahora ya estaba dentro. Me dijeron que esperara. En todo Honduras había un solo aparato de télex, que en esos momentos estaba ocupado por el presidente de la república. El presidente mantenía por télex un intercambio de impresiones con la embajada de Honduras en Washington, a la que le ordenaba solicitar ayuda militar al gobierno de Estados Unidos. La consulta se prolongó lo indecible, porque tanto el presidente como el embajador usaban un lenguaje increíblemente salpicado de florituras, amén de que la conexión se cortaba a cada momento.
Hasta medianoche no conseguí comunicarme con Varsovia. La máquina imprimió el número TL 813480 PAP VARSOVIA. Di un salto de alegría. El operador me preguntó:
—¿Varsovia es un país?
—No es un país. Es una ciudad. El país se llama Polonia.
—Polonia, Polonia -repitió en un intento de reconocerlo, pero vi que el nombre no le evocaba nada.
Preguntó a Varsovia:
HOW RECEIVED MSG BIBI + + = :?
y Varsovia contestó:
RECEIVED OK OK GREE FOR RYSIEK TKS TKS + + + !
Abracé al operador efusivamente, deseándole que saliera de la guerra sano y salvo, y me dispuse a regresar al hotel. Apenas salí a la calle y recorrí una veintena escasa de metros, me di cuenta de que me había perdido. Estaba envuelto en una oscuridad total, densa, espesa e impenetrable, como si una venda negra me cubriera los ojos; no podía ver nada en absoluto, ni siquiera mis propios brazos, extendidos hacia adelante. El cielo debía de haberse cubierto de nubes pues habían desaparecido las estrellas, y en ninguna parte se veía luz alguna.
Estaba solo en medio de una ciudad extraña y desconocida, que no podía ver y que parecía haber quedado sepultada bajo tierra. Un silencio cargado de tensión lo envolvía todo; la ciudad había enmudecido como si la hubieran hechizado, ni una sola voz, ningún sonido llegaba de ninguna parte. Caminaba hacia adelante, palpando, como un ciego, las paredes, las cañerías de desagüe y las rejas de los escaparates. Me percaté de que mis pasos retumbaban sobre la acera, así que empecé a andar de puntillas y con sumo sigilo. De pronto, mi mano dio en el vacío: no había más pared; debía de haber llegado al final de la manzana. ¿Habría salido a una plaza? ¿O tal vez se trataba del final de un terraplén y tenía delante un precipicio? Palpé el suelo con los pies. ¡Asfalto! Estaba en medio de una calzada. Crucé al otro lado y volví a pegarme al muro. Perdido, sin saber dónde quedaba Correos ni dónde estaba el hotel, seguí avanzando. De repente oí un estruendo ensordecedor, sentí que perdía el equilibrio y me desplomé sobre la acera.
Había volcado un cubo de basura de hojalata.
En aquel tramo, la calle debía de bajar en pendiente, porque el cubo rodó con estrépito durante un buen rato. En ese momento oí abrirse muchas ventanas, de donde me llegaban unos susurros llenos de terror: «¡Silencio! ¡Silencio!», voces ahogadas de una ciudad que quería que aquella noche el mundo se olvidara de ella, que deseaba sumirse en la oscuridad y el silencio, que se defendía de ser desenmascarada. A medida que se alejaba, vacío, el cubo de basura calle abajo, se abrían más y más ventanas y se repetían los susurros de «¡Silencio!, ¡silencio!», suplicantes unos, furiosos otros. Pero no había manera de detener al monstruo de hojalata, que rodaba por las desiertas calles como enloquecido, chocando con estrépito contra los adoquines, las farolas y los bordillos. Aterrorizado y empapado en sudor, me tendí sobre la acera, pegándome a ella como una lapa. Temía que empezasen a dispararme. Había cometido un acto de traición contra la ciudad. El enemigo podía haber oído el ruido del cubo de basura y así localizar la situación de Tegucigalpa, que, en semejante oscuridad y silencio, no había manera de detectar. Pensé que no me quedaba más que una salida: huir, largarme de allí lo más lejos posible. Me levanté de un salto y eché a correr. Me dolía la cabeza debido al fuerte golpe que me había dado al caer sobre la acera. No obstante, seguí corriendo como un poseso hasta que tropecé con algo y volví a caer de bruces. Sentí el sabor de la sangre en la boca. Me levanté y me apoyé contra una pared. El cerco de los muros se cerraba sobre mí, un ser indefenso, acorralado por una ciudad que ni siquiera podía ver. Agucé la vista en espera de la luz de las linternas, convencido de que me seguirían para darme caza. Atraparían al intruso que había infringido la última orden dada en esta guerra, orden que prohibía a todo el mundo salir a la calle durante la noche. Pero no ocurrió nada; todo estaba sumido en un silencio sepulcral y la más absoluta oscuridad. Seguí a tientas mi incierto camino, con los brazos extendidos, perdido en el laberinto de las calles, magullado, sangrando y con la camisa hecha jirones. Debía de llevar allí siglos enteros, seguramente había llegado ya hasta el fin del mundo. De repente cayó un aguacero, una violenta tormenta tropical. Por un instante un rayo iluminó la ciudad fantasma. Me vi en medio de unas calles que me eran completamente desconocidas, vi unos edificios viejos y míseros, una casa de madera, un farol, el empedrado. Todo desapareció en una fracción de segundo. Sólo se oía el ruido de la lluvia y, de cuando en cuando, los bandazos del viento. Temblando de frío y empapado, permanecí inmóvil durante un rato, sacudido por escalofríos. Palpé el muro hasta encontrar la entrada de un portal, donde me refugié del aguacero. Acurrucado entre el muro y el portal, intenté dormir, pero no lo logré.
De madrugada me encontró allí una patrulla del ejército. —Estúpido insensato— me dijo un sargento con cara de sueño-, ¿dónde te metes en una noche de guerra?
Me contemplaban con miradas llenas de sospecha; querían llevarme a la comandancia de la ciudad. Por suerte llevaba encima mi documentación y pude explicarles lo que había pasado. Me acompañaron al hotel. Durante el camino, el sargento me dijo que los combates no habían dejado de librarse durante toda la noche, pero como el frente estaba lejos, en Tegucigalpa no se podían oír los disparos.
Desde la mañana, la gente cavaba trincheras y levantaba barricadas. La ciudad se preparaba para el sitio. Las mujeres hacían acopio de alimentos y sellaban las ventanas con tiras de papel adhesivo. La gente corría por las calles sin orden ni concierto en un ambiente de pánico generalizado. Brigadas de estudiantes pintaban lemas con grandes caracteres en las paredes y en las vallas. Un cargamento de poesía se volcó en Tegucigalpa, y en pocas horas sus muros se cubrieron con miles de inscripciones.
NI LO SUEÑEN CABEZAS DURAS.
JAMÁS CONQUISTARÁN NUESTRO HONDURAS
U otras como éstas:
¡EH, PAISANOS. SIN TEMOR
A DEGOLLAR AL AGRESORI
¡VENGAREMOS EL 3 A 0!
¡CUBRA LA INFAMIA A PORFIRIO RAMOS.
QUE SE ACUESTA CON UNA SALVADOREÑA!
QUIEN VEA A RAIMUNDO GRANADOS
AVISE A LA POLICÍA.
¡ES UN ESPÍA DE EL SALVADOR!
Los latinoamericanos, que ya de por sí están obsesionados con los espías, los servicios secretos, los complots y las conspiraciones, ahora, en circunstancias de guerra, en todo el mundo veían a un confidente de la quinta columna. Mi situación tampoco se presentaba color de rosa. A ambos lados del frente, la propaganda había desatado una campaña salvaje culpando a los comunistas de todas las desgracias, y yo era el único corresponsal en la zona procedente de un país socialista. Queda quedarme allí hasta el final de la guerra, pero sabía que podían expulsarme en cualquier momento.
Fui a Correos e invité al operador a una cerveza. El hombre estaba muy asustado, porque, aunque su padre era hondureño de origen, su madre era ciudadana de El Salvador. Como mestizo, se encontraba entre los sospechosos. No sabía qué suerte iba a correr. Desde la mañana, la policía agrupaba a todos los salvadoreños en unos improvisados campos de concentración, estadios las más de las veces. En toda Latinoamérica, los estadios cumplen esta doble función: en tiempos de paz sirven como terreno de juego, y en tiempos de crisis se convierten en campos de concentración.
Se llamaba José Málaga. Bebíamos cerveza en un bar próximo a Correos. Nos unía la misma situación de inseguridad e incertidumbre, los dos estábamos subidos en el mismo carro. José telefoneaba a cada momento a su madre, que se había encerrado en casa, y le decía: «Mamá, estoy bien, no han venido a buscarme, sigo trabajando.»
Al mediodía llegaron cuarenta corresponsales, mis colegas de México. Fueron en avión hasta Guatemala, y allí alquilaron un autobús, pues el aeropuerto de Tegucigalpa permanecía cerrado. Todos querían ir al frente. Para conseguir este objetivo, nos dirigimos al palacio presidencial, un edificio feo, de fachada seudomodernista y pintado de un azul chillón, situado en pleno centro de la ciudad. Ahora, el palacio aparecía rodeado de ametralladoras, ocultas tras sacos de arena. En la explanada había baterías antiaéreas. Hombres uniformados aparecían por doquier. En el interior del palacio los soldados dormían por los pasillos entre montones de armas. El desorden generalizado era la nota dominante del lugar.
Todas las guerras provocan un terrible desorden y no hacen sino malgastar vidas y cosas. La humanidad lleva miles de años de guerras y, sin embargo, parece que cada vez se empiece desde el principio, como si se tratase de la primera guerra en la historia.
Nos recibió un capitán que se presentó como el portavoz del ejército. Preguntado por la situación, dijo que sus tropas obtenían victoria tras victoria a lo largo de todo el frente y que el enemigo sufría graves pérdidas.
—De acuerdo—convino Green, de la AP—, pero nosotros queremos verlo.
En todas partes hacíamos hablar a los norteamericanos, pues aquélla era su zona de influencia y, como les hacían caso, podían conseguir muchas cosas. El capitán anunció que saldríamos hacia el frente al día siguiente, con la única condición de cumplir el requisito de traer dos fotografías.
Llegamos por carretera a un lugar donde vimos dos cañones de artillería y grandes cantidades de municiones amontonadas bajo un árbol. Delante teníamos la carretera que conducía a El Salvador. A ambos lados del camino se extendían tierras pantanosas y, tras la franja de la ciénagas, la selva, verde y tupida. De la frontera con El Salvador nos separaban ocho kilómetros.
Empapado en sudor y con la barba crecida, el comandante que estaba al frente de la defensa de la carretera nos dijo que no podíamos continuar. Que allí empezaba el territorio de operaciones militares en el que ambos ejércitos libraban duros combates, luchando de tal manera que resultaba muy difícil determinar dónde actuaba y qué controlaba cada uno de los contendientes. En la espesura de la selva no se veía nada. A menudo, destacamentos de bandos enemigos, errando perdidos entre la maleza, se percataban de su mutua presencia sólo en el momento en que se encontraban cara a cara. Por añadidura, los dos ejércitos usaban el mismo tipo de uniforme, llevaban idénticas armas y hablaban la misma lengua, así que, cuando una patrulla topaba con otra, no podía saber si había dado con los suyos o con el enemigo.
El comandante nos aconsejó que volviésemos a Tegucigalpa, pues en caso de intentar adentrarnos en la selva nos exponíamos a morir sin saber ni tan siquiera a manos de quién (como si eso tuviese alguna importancia, pensé). Pero entonces las cámaras de televisión insistieron en que tenían que seguir adelante y llegar a la primera línea de fuego para filmar a los soldados en acción, cómo disparaban y cómo morían. Gregor Straub, de la NBC, dijo que tenía que conseguir el primer plano del rostro de un soldado chorreando sudor. Rodolfo Carrillo, de la CBS, pretendía captar la imagen de un oficial moralmente derrotado que, sentado junto a un arbusto, llorara desconsolado porque habían muerto todos los hombres de su destacamento. El cámara francés quería conseguir un plano general en el que se viera el ataque de un batallón hondureño a uno de El Salvador o a la inversa. Alguien más pretendía rodar la secuencia de un soldado cargando a cuestas el cuerpo de un amigo muerto. Los cámaras fueron secundados por los reporteros de la radio. Enrique Amado, de Radio Mundo, quería grabar el gemido de un soldado herido de muerte, suplicando ayuda con un hilo de voz cada vez más débil, hasta que exhalara el último suspiro. Charles Meadwos, de Radio Canadá, deseaba hacerse con la voz de un soldado maldiciendo la guerra en medio de un tiroteo infernal. Noatake Mochida, de Radio Japan, quería obtener el grito de un oficial que, superponiéndose a la barahúnda de los cañones, hablase con su superior a través de un radioteléfono japonés.
Debido al fuerte estímulo de la competitividad, que siempre se manifiesta en estos casos, muchos otros corresponsales también se mostraron dispuestos a seguir adelante. Si ya se había decidido la televisión norteamericana, ¿cómo habrían podido dejar de hacerlo sus colegas de las agencias de prensa? Ya que iban ‘las agencias norteamericanas, ¿cómo podían faltar la Reuter y la AFP? Puesto que iba el reportero de la NBC, ¿cómo podía quedarse el de la BBC? Llevado por un arrebato de patriotismo, y siendo el único polaco entre aquella gente, decidí unirme al grupo que había optado por emprender la temeraria marcha. Se quedaron bajo el árbol aquellos que dijeron estar enfermos del corazón y los que aducían que los detalles no les interesaban porque se disponían a escribir tan sólo comentarios generales.
Finalmente, unos veinte hombres enfilamos el asfalto vacío e inundado por el sol. El riesgo o, más bien, la locura de aquella marcha consistía en que la carretera pasaba por lo alto de un terraplén, de modo que éramos un blanco perfecto para ambos ejércitos, ocultos en la selva, de la que nos separaban unos cien metros. Bastaba con que nos enviaran una sola ráfaga de ametralladora.
Al principio todo iba bien. Aunque podíamos oír un intenso tiroteo y las explosiones de los proyectiles de artillería, aquellos sonidos nos llegaban de una distancia bastante lejana todavía, de unos dos kilómetros. Para que no decayeran los ánimos, no dejábamos de hablar, nerviosa y agitadamente (a decir verdad, sin sentido). Hubo quien no paró de contar chistes. Y todo para dar la impresión de normalidad: hete aquí ni más ni menos que un grupo de hombres caminando tan tranquilos por una carretera. No obstante, después de recorrer un kilómetro, el miedo empezó a hacer mella en nosotros. Verdaderamente, resulta muy desagradable la sensación que experimenta uno cuando camina consciente de que en cualquier momento le pueden meter un balazo. Las piernas se le vuelven como de plomo y gotas de sudor le empapan la frente. Sin embargo, nadie reconoció abiertamente que tenía miedo. Primero, alguien propuso que nos detuviésemos un rato para descansar. Nos convenía sentarnos unos minutos para tomar aire. Al reanudar la marcha, dos empezaron a quedarse cada vez más rezagados, fingiendo haberse enzarzado en una conversión tan sumamente interesante que no lograban mantener el ritmo de los demás. Después, alguien vio un grupo de árboles de extraordinario interés y quería contemplarlos con más detenimiento. Luego, otros dos declararon que tenían que regresar, porque se habían dejado olvidados los filtros de sus cámaras. Volvíamos a descansar en unas pausas cada vez más largas y frecuentes. Al final quedábamos diez.
Mientras tanto, a nuestro alrededor no pasaba nada. Caminábamos por una carretera vacía hacia El Salvador, respirando un aire puro, cristalino y maravilloso, y contemplando la puesta del sol. En realidad, fue aquel sol el que nos brindó la oportunidad de salir airosos de tan apurada situación, pues de pronto los cámaras de televisión sacaron sus fotómetros y declararon que ya no había luz suficiente para rodar. No había nada que hacer, ni planos generales, ni enfoque de detalles, ni movimiento, ni inmovilidad. Además, la primera línea de fuego quedaba aún muy lejos. Se haría de noche antes de que la alcanzásemos.
Emprendimos el camino de vuelta. Bajo el árbol y junto a los dos cañones de artillería, nos esperaban aquellos que estaban enfermos del corazón, los que querían escribir comentarios generales, y los que habían regresado antes, unos por haberse enzarzado en una conversación de máximo interés y otros por haberse dejado olvidados los filtros.
El comandante, empapado en sudor y con la barba crecida (se llamaba Policarpo Paz), nos proporcionó un camión militar, que nos llevó a Nacaome, en la retaguardia del frente, para que allí pasáramos la noche. Al llegar al pueblo, nos reunimos en una especie de consejo en el curso del cual se tomó la decisión de que los norteamericanos llamarían inmediatamente al presidente, pidiéndole que diera la orden de llevarnos al frente, a la primera línea de fuego, al infierno de la guerra, a la tierra rociada de sangre.
Por la mañana nos mandaron un avión que debía llevamos al otro extremo del frente, allí donde se libraban los más duros combates. La lluvia que había caído durante la noche convirtió la pista de despegue del aeropuerto militar de Nacaome en un pardo barrizal. El viejo y descacharrado DC-3, negro por el hollín de sus tubos de escape, aparecía sumergido en el agua como si de un hidroavión se tratara. Tiroteado el día anterior por cazas salvadoreños, tenía el casco lleno de boquetes, tapados con unos tablones de madera sin pulir. La sola visión de aquellas tablas aterrorizó a los que decían estar enfermos del corazón. Se quedaron en Nacaome para luego regresar a Tegucigalpa.
Los demás sí volamos al otro extremo del frente, a Santa Rosa de Copán. Al tomar velocidad para despegar, el avión despedía tanto fuego y tanto humo como lo hubiese hecho un cohete emprendiendo viaje a la luna. En el aire, chirriaba y crujía mientras daba bandazos de un lado para otro como un borracho azotado por un fuerte viento de Otoño. Ora bajaba en picado, ora se disparaba hacia arriba en un lance a la desesperada, todo menos volar de un modo normal, en línea recta. En el interior del avión, que estaba destinado a transportar mercancías, no había ningún tipo de banco o butaca. Nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas a una barra de hierro para no estrellamos contra los laterales. Las fuertes ráfagas de viento, que entraban por los anchos boquetes, parecían querer arrancamos la cabeza. Sólo los pilotos, dos muchachos jóvenes y despreocupados, nos sonreían a través de los retrovisores la mar de divertidos, como si hubiesen acabado de inventar un juego estupendo.
—Lo más importante—me gritaba a voz en cuello Antonio Rodríguez, de EFE, en un intento de hacerse oír a pesar del rugir de los motores y el ruido del viento— es que sigan funcionando los motores. ¡Ay, madre mía, que sigan funcionando!
En Santa Rosa de Copán (un pueblucho somnoliento, ahora repleto de militares), un camión nos llevó al cuartel, atravesando callejones llenos de barro. El cuartel se encontraba en una antigua fortaleza española, rodeada por un muro gris e hinchado por la humedad. Cuando penetramos en el interior, en el patio vimos a tres prisioneros heridos que estaban siendo sometidos a un interrogatorio.
—¡Hablen! —rugía el oficial encargado de interrogados—, ¡confiésenlo todo!
Debilitados por la pérdida de sangre, los prisioneros apenas si balbuceaban. Desnudos de cintura para arriba, permanecían de pie, uno con una herida en el vientre, otro en el brazo y el tercero con una mano destrozada por la metralla. El que tenía una herida en el vientre no aguantó mucho tiempo; entre gemidos, se retorció como si hiciera una pirueta de baile y se desplomó sobre el suelo. Los otros dos enmudecieron, contemplando a su compañero con miradas ausentes y aturdidas.
Un oficial nos condujo ante el comandante de la guarnición. El capitán, pálido y demacrado por el cansancio, no sabía qué hacer con nosotros. Ordenó que se nos proporcionaran unas camisas militares. Mandó a su ordenanza que trajera café. El comandante temía que en cualquier momento pudieran aparecer unidades salvadoreñas. Santa Rosa estaba situada en el centro de la línea de ataque del enemigo, es decir, junto al camino que une el Atlántico con el Pacífico. El Salvador, situado en la costa del Pacífico, ambicionaba conquistar Honduras, bañada por el Atlántico. De conseguirlo, el pequeño El Salvador se habría convertido de repente en una potencia de dos océanos. El camino más corto al Atlántico conducía precisamente por el lugar donde nos encontrábamos: pasaba por Ocotepeque, Santa Rosa de Copán, San Pedro Sula, y llegaba a Puerto Cortés. Las avanzadillas blindadas de El Salvador se habían adentrado ya bastantes kilómetros en territorio hondureño. Avanzaban siguiendo la orden: ¡Salir al Atlántico!, ¡salir a Europa!, ¡salir al mundo!
Su radio repetía: «CUATRO GOLPES, MANO DURA, Y NI RASTRO DE HONDURAS.»
Honduras, más pobre y débil, se defendía con uñas y dientes. Por las abiertas ventanas del cuartel se veía cómo oficiales de alta graduación mandaban al frente nuevos destacamentos. Reclutas muy jóvenes aparecían formados en irregulares filas. Eran unos muchachos de pequeña estatura y aspecto frágil, morenos, indios todos ellos, y sus rostros expresaban tensión y miedo al tiempo que valor y determinación. Los oficiales les decían algo mientras señalaban con el brazo horizontes lejanos. Después aparecía un cura que rociaba con agua bendita a los pelotones que iban a la muerte.
Al mediodía y en un camión descubierto, fuimos al frente. Los primeros cuarenta kilómetros del viaje transcurrieron en calma. Penetrábamos en unas tierras cada vez más montañosas, en unos cerros verdes, cubiertos por la tupida frondosidad de la selva tropical. En sus laderas aparecían chozas de barro abandonadas, algunas calcinadas. En un tramo vimos a los habitantes de toda una aldea andando, con hatillos al hombro, a lo largo del camino. En otro lugar, un nutrido grupo de hombres vestidos con camisas blancas y tocados con anchos sombreros nos amenazaban agitando sus machetes y fusiles. Después, a lo lejos, muy lejos, oímos ecos de cañonazos.
De repente, alcanzamos un punto en el camino donde imperaba una agitación febril. Llegábamos a un prado que penetraba como una cuña en la selva, un lugar al que traían a los heridos. Unos yacían sobre camillas y otros directamente sobre la hierba. Deambulaban entre ellos varios soldados y dos enfermeros; no había médico. A un lado, cuatro soldados cavaban un hoyo. Los heridos yacían silenciosos, pacientes; se nos antojaba de lo más extraordinario esa paciencia suya, esa capacidad sobrehumana para soportar el dolor, tan característica de los indios. Aquí, nadie gritaba ni pedía auxilio. Los soldados les daban de beber agua y los enfermeros, muy primitivos, les curaban las heridas lo mejor que sabían. No me cabía en la cabeza lo que vi a continuación. Uno de los enfermeros, bisturí en mano, iba de un herido a otro y les extraía las balas del cuerpo, como se sacan las pepitas de una manzana. El otro vertía tintura de yodo sobre las heridas y las tapaba con gasas.
En un momento dado, los soldados trajeron en un camión a un campesino herido. Era salvadoreño. La bala se le había incrustado en la rodilla. Le ordenaron tumbarse en la hierba. El campesino, descalzo, estaba pálido y ensangrentado. El enfermero removía el bisturí en el interior de su rodilla en un intento de encontrar la bala. El campesino gimió.
—Cállate, pobre diablo—le dijo el enfermero—, no me molestés.
Ayudándose con los dedos, finalmente extrajo la bala, Roció la herida con el yodo y la vendó de cualquier manera.
—Levántate y sube al camión—le dijo un soldado de la escolta—, ¡vamos!
El campesino se puso en pie a duras penas sobre la hierba y se encaminó, cojeando, hacia el camión. No dijo ni una palabra, ni un solo gemido salió de su boca.
—¡Arriba!—le ordenó el soldado.
Nos lanzamos en ayuda del campesino, pero el escolta nos rechazó con un culatazo. Ya no era un hombre bueno. Era un soldado de la primera línea del frente, enfurecido y con los nervios alterados. El campesino se agarró con las manos a las altas barras de la caja del camión y se encaramó a la plataforma. Su cuerpo se desplomó sobre ella con estruendo. Pensé que había muerto. Pero unos instantes después su cabeza asomaba entre las tablas y un rostro gris, de expresión tensa a la vez que ingenua, esperaba sumiso el siguiente acto del destino.
—Denme un cigarrillo—nos pidió con un ronco hilo de voz. Tiramos al interior del camión todos los cigarrillos que llevábamos encima. El camión se puso en marcha mientras él reía feliz; tenía tantos cigarrillos que podría satisfacer las ansias de fumar de su pueblo entero.
Entretanto, los enfermeros aplicaban una gota a gota a un soldado que agonizaba. Muchos curiosos contemplaban la operación. Unos se sentaban alrededor de la camilla en la que se estaba muriendo el herido, otros permanecían de pie, apoyados sobre sus fusiles. El moribundo tendría unos veinte años. Le habían alcanzado once balas. Si aquellas once balas se hubieran alojado en un cuerpo débil y viejo, el hombre habría dejado de existir en el acto. Pero las balas penetraron en un cuerpo joven, fuerte, recio, de modo que la muerte encontraba una tenaz resistencia. El herido yacía inconsciente, ya al otro lado de la existencia, y sin embargo lo que aún le quedaba de vida libraba, obstinada, su última y desesperada batalla. El soldado estaba desnudo de cintura para arriba, y todos veían cómo se tensaban sus músculos y las gotas de sudor se deslizaban por su moreno torso. Observando aquellos músculos tenía y los chorros de sudor todo el mundo podía comprobar con sus propios ojos la encarnizada lucha con que la vida desafiaba a la muerte. Todos seguían con angustioso interés aquel feroz combate, porque querían saber cuánta fuerza había en la vida y cuánta en la muerte. Todos querían saber hasta dónde la vida era capaz de luchar contra la muerte, y si una vida joven que aún existía y se negaba a rendirse conseguiría ganarle el pulso a la muerte.
—¿Tiene alguna posibilidad de sobrevivir?—preguntó uno de los soldados.
—Ninguna—respondió el enfermero, sosteniendo en lo alto una botella de suero.
Todo el mundo se sumió en un grave silencio. Violenta y entrecortada, la respiración del herido recordaba la de un corredor de fondo después de una carrera agotadora.
—¿Alguno de ustedes lo conocía?—preguntó al cabo de un rato uno de los soldados.
El corazón del herido trabajaba con todas sus fuerzas, hasta el punto de que se oían sus febriles latidos.
—Nadie—le contestó otro soldado.
Por el camino subían camiones, los motores rugían. Junto al bosque, cuatro soldados cavaban un hoyo.
—¿Es de los nuestros o es uno de ellos?—preguntó el soldado sentado junto a la camilla.
—No se sabe—le respondió el enfermero tras unos instantes de silencio.
—Es de su madre—dijo uno de los soldados que permanecían de pie a un lado.
—Ahora ya es de Dios—agregó otro, pasado un rato. Se quitó la gorra y la colgó en el cañón de su fusil.
—El cuerpo del herido temblaba, víctima de violentas sacudidas. Bajo la brillante piel morena aún latían sus músculos.
—Qué fuerte es la vida—habló en tono lleno de asombro el soldado que se apoyaba en su fusil—. Todavía sigue en él. Todavía sigue.
Los demás contemplaban al herido con una expresión de gravedad dibujada en sus rostros. El silencio lo envolvía todo. El moribundo respiraba cada vez más despacio; la cabeza se le caía hacia atrás. Los soldados o se sentaban inmóviles o se arrebujaban los unes contra los otros, como si quisieran conservar un resto del calor ofrecido por un fuego a punto de extinguirse en medio de un campo helado. Al final, aunque esta situación aún se prolongó durante un buen rato, alguien habló:
—Ahora sí que ya se ha ido. La vida que le quedaba lo ha abandonado.
Contemplándolo, sobrecogidos, permanecieron un rato más junto al muerto, pero al ver que allí ya no iba a pasar nada, se dispersaron, cada uno por su lado.
Nosotros seguimos nuestro camino, que ahora bordeaba un cerro cubierto de vegetación. Después de atravesar un pueblo abandonado, San Francisco, enfilamos un sinuoso camino, erizado de curvas y más curvas. Al salir de una de ellas, nos vimos envueltos de repente en pleno caos de la guerra. Soldados disparando y corriendo de un lado para otro, el aire atravesado por el silbido de las balas, ametralladoras apostadas a ambos lados del camino escupiendo largas ráfagas de fuego. El conductor frenó en seco, y en ese preciso instante, justo delante de nosotros, estalló una granada. Al cabo de un segundo oímos un nuevo silbido y una nueva explosión. Después otra y otra. ¡Santo cielo!, pensé, esto es el fin. La plataforma de nuestro camión quedó vacía en un abrir y cerrar de ojos, como si un ciclón nos hubiera barrido de allí. Huimos en desbandada, los unos por encima de los otros, para alcanzar la tierra lo más rápido posible, para rodar hacia una cuneta o hacia cualquier otro sitio, con tal de desaparecer. Mientras corría vi por el rabillo del ojo cómo el grueso operador de la televisión francesa, conmocionado, iba de un lado para otro en una febril búsqueda de su cámara. Alguien le gritó: «¡Al suelo!», y sólo aquella voz, y no las explosiones de las granadas ni el traqueteo de las ametralladoras, lo devolvió a la realidad; el operador se desplomó sobre la tierra, cayendo como un muerto.
Salí disparado hacia donde me parecía que el ruido no era tan intenso, corrí entre los arbustos y la maleza como alma que se lleva el diablo, en un desesperado intento de alejarme lo más posible de aquella curva, en la que habíamos caído en medio del fragor de una batalla campal; corrí montaña abajo por la tierra desnuda de la pendiente, tropezando mil veces sobre el barro resbaladizo, soñando con alcanzar el bosque, la tupida selva. Caía, me levantaba y volvía a correr, hasta que oí el estampido de un nuevo tiroteo que estalló delante de mis narices; las balas silbaban entre las ramas y rugía el fuego que lanzaban las ametralladoras. Me tiré al suelo boca abajo, pegándome a la tierra hasta con el último átomo de mi cuerpo.
Cuando controlé los nervios y me calmé lo suficiente para abrir los ojos, vi un pedazo de tierra por el que caminaban las hormigas.
Caminaban disciplinadas una tras otra por sus múltiples senderos. No era el mejor momento para observar insectos, pero la sola imagen de unas hormigas caminando tan tranquilas, la visión de un mundo diferente, de otra realidad, me devolvió la capacidad de razonar. Pensé que si conseguía dominar el miedo lo bastante para ser capaz de taparme por algún tiempo los oídos y dedicarme tan sólo a la observación de las hormigas en Si! afanosa peregrinación, empezaría a racionalizar las cosas con un mínimo de rigor. Pegado a la tierra entre los matorrales, me tapé los oídos con toda la fuerza que quedaba en mis dedos y observé a las hormigas.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, con la nariz pegada a la tierra, pero cuando levanté la cabeza, vi ante mis ojos el rostro de un soldado.
Quedé como paralizado. Lo que más me aterraba era caer en manos de los salvadoreños, que no habrían vacilado ni un segundo en matarme. El salvadoreño era un ejército cruel, cegado por su fatuidad, que en la locura de la guerra fusilaba a todo aquel que caía en sus manos. Quizá habrían respetado la vida de un norteamericano o un inglés, aunque no necesariamente. El día anterior habíamos visto en Nacaome el cuerpo de un misionero norteamericano masacrado por los salvadoreños.
El soldado estaba tan sorprendido como yo. Arrastrándose por la selva, me vio en el último momento. Se acomodó el casco, adornado con hojas y hierba. Tenía un rostro oscuro, ajado y demacrado. En la mano apretaba un viejo máuser.
—¿Quién eres?—me preguntó.
—Y tú, ¿a qué ejército perteneces?
—Honduras—decidió responderme, porque ya se había dado cuenta de que yo era allí un extraño que no luchaba ni con unos ni con otros.
—¡Honduras! ¡Hermano querido!
Lleno de alegría, saqué un papel del bolsillo. Era un salvoconducto firmado por el comandante en jefe del ejército hondureño, el coronel Ramírez Ortega, dirigido a las unidades destacadas en el frente y autorizándome a permanecer en los territorios donde se desarrollaban las operaciones de guerra. Todos los miembros de nuestro grupo de periodistas habíamos recibido uno en Tegucigalpa, antes de salir para el frente.
Le dije al soldado que debía llegar como fuera a Santa Rosa y de allí a Tegucigalpa para enviar un telegrama a Varsovia. Él se mostró muy contento, pues al hacerse una acertada composición de lugar vio que, esgrimiendo la orden del comandante en jefe del ejército (el escrito obligaba a todos los subordinados a prestarme ayuda), podría valerse de mí para retirarse a la retaguardia.
—Iremos juntos, señor—me dijo— El señor dirá que me mandó acompañarle.
Era un recluta, un campesino pobre al que habían llamado a filas hacía una semana, que desconocía el ejército y al que la guerra le importaba poco; sólo pretendía sobrevivir.
En derredor nuestro estallaban los proyectiles, silbaban las balas, disparaban los cañones, traqueteaban las ametralladoras; a lo lejos se oían gritos y el olor a humo y pólvora impregnaba el aire.
La compañía a la que pertenecía mi soldado se dirigía a rastras entre los matorrales hacia la cima de la montaña en la que, saliendo de una curva, habíamos caído de lleno en el infierno de la guerra y donde había quedado nuestro camión. Desde el lugar en el que yacíamos pegados a la tierra se veían las suelas de goma, gruesas y acanaladas, las botas de la compañía arrastrándose, suelas que se deslizaban por la hierba, después se quedaban inmóviles, luego volvían a deslizarse, uno, dos, uno, dos; unos metros hacia adelante y de nuevo un parón. El soldado me dio un golpecito en el hombro y me dijo:
—Señor, ¡mire cuántos zapatos!
Clavó la vista en las botas de los soldados de la compañía que se arrastraban, entornó los ojos, reflexionando con gravedad acerca de algo que le preocupaba y, finalmente, habló con una voz llena de desazón:
—Toda mi familia anda descalza.
Empezamos a arrastrarnos por la selva.
El tiroteo amainó por unos instantes, y el soldado se detuvo, cansado. Me dijo con voz jadeante que lo esperara mientras él volvía hasta el lugar donde acababa de producirse el último combate de su compañía. Los vivos seguramente ya se habrían alejado de allí, me dijo, pues tenían la orden de perseguir al enemigo hasta la misma frontera, y en el campo de batalla sólo quedarían los muertos, que ya no necesitaban zapatos. Él iría hasta aquel lugar, descalzaría a algunos muertos, escondería las botas entre los arbustos y señalaría el escondrijo. Cuando terminara la guerra y lo licenciaran, regresaría y calzaría a toda su familia. Ya había calculado que por un par de botas militares le darían tres pares de zapatos de niño, y él era padre de nueve criaturas.
Por un momento pensé que se había vuelto loco, y hasta llegué a decirle que lo tomaba bajo mi mando y que debíamos seguir arrastrándonos sin perder un minuto. Pero el soldado no me prestó la más mínima atención. Obsesionado con los zapatos, ansiaba llegar a la línea de fuego para recoger su botín, toda una fortuna desperdigada entre la hierba, y esconderlo antes de que lo sepultaran bajo tierra. Para él, sólo ahora la guerra empezaba a cobrar sentido, ya tenía un objetivo. Ya sabía lo que quería y lo que debía hacer. Por mi parte, tenía la certeza de que no nos volveríamos a encontrar nunca más si en aquel momento él se marchaba de allí. Por nada del mundo quería quedarme solo en medio de aquel trozo de selva. Ignoraba quién lo controlaba, desconocía las posiciones de los ejércitos, y tampoco sabía cuál era la mejor dirección que debía tomar. No hay nada peor que verse solo en una guerra extraña y en un país extraño. Así que, decidido a no separarme de él, seguí al soldado, siempre a rastras, en dirección al campo de batalla. Llegamos a un lugar en el que se abría un pequeño claro en medio del espesor de la selva desde donde pudimos ver, a través de los troncos y las ramas, el desolador paisaje de después de una batalla. El frente se había desdoblado en dos flancos, los proyectiles estaban al otro lado de la montaña que se levantaba a nuestra izquierda, mientras que a nuestra derecha se oía el estruendo de las ametralladoras, que si bien parecía llegar de debajo de la tierra, debía de proceder del desfiladero. Ante nuestra vista apareció un mortero abandonado en medio de un campo sembrado de cadáveres.
Le dije al soldado que yo no daría un paso más. Que hiciese lo que había venido a hacer, no sin tomar las precauciones para no perderse, y que volviera lo más pronto posible. Me dejó su fusil y se lanzó tras su objetivo a grandes zancadas. No lo vi alejarse, sólo pensaba que nos descubrirían de un momento a otro, que alguien saldría de repente de entre los matorrales lanzando una granada. Con la cabeza hundida en la tierra, una tierra húmeda que olía a podrido y a humo, sentí náuseas. Ojalá no caigamos en una trampa, pensaba, ojalá consigamos alcanzar un mundo más tranquilo. Este soldado mío..., él sí que está contento por fin. Los nubarrones que se cernían sobre su cabeza han desaparecido para que el maná pueda caerle del cielo. Él ya ha ganado su guerra; volverá a su aldea con un saco de zapatos, lo vaciará en medio de la choza, y los niños bailarán de alegría.
El soldado trajo su botín y lo escondió entre los arbustos. Se enjugó la cara empapada de sudor y recorrió con la vista varias veces el lugar para no olvidado. Echamos a andar. Lloviznaba, y la niebla envolvía los claros del bosque. No seguíamos una dirección fija, nos limitábamos a mantenemos lo más alejados posible del teatro de operaciones. Debíamos de encontramos a poca distancia de Guatemala. Un poco más lejos estaba México. Y más allá, Estados Unidos. Pero para nosotros, en aquel momento, todos esos países pertenecían a otro planeta, un planeta lejano cuyos habitantes vivían su propia vida y pensaban en asuntos totalmente diferentes. Tal vez ni siquiera sabían que aquí teníamos una guerra. No hay guerra que se pueda transmitir a distancia. Una persona se sienta a la mesa y se pone a comer tan tranquila mientras ve la televisión: en la pantalla, torbellinos de tierra saltan por los aires —corte—, se pone en marcha la oruga de un tanque —corte—, los soldados caen abatidos y se retuercen de dolor, y el espectador pone mala cara y maldice furioso porque, pendiente de la pantalla, ha puesto demasiada sal en la sopa. La guerra vista a distancia y hábilmente manipulada en una mesa de montaje no es más que un espectáculo. En la realidad, el soldado no ve más allá de la punta de su nariz, tiene los ojos cubiertos de polvo e inundado de sudor, dispara a ciegas y se arrastra por la tierra como un topo. Y, sobre todo, tiene miedo. El soldado destacado en el frente es muy parco en palabras; si se le pregunta, a menudo no contesta, encogiéndose de hombros por toda respuesta. Por regla general, pasa hambre y está muerto de sueño, ignora cuál será la siguiente orden y qué ocurrirá dentro de una hora. La guerra crea una situación en la que uno convive permanentemente con la muerte. Es una experiencia que siempre queda profundamente grabada en la memoria. Más tarde, conforme avanzan los años, el hombre recurre con una frecuencia cada vez mayor a sus vivencias de la guerra, como si con el paso del tiempo se le multiplicaran los recuerdos, como si hubiera pasado toda su vida en una trinchera.
Mientras atravesábamos sigilosamente el bosque pregunté al soldado por qué él y sus compatriotas luchaban contra El Salvador. Me respondió que no lo sabía, que eran asuntos del gobierno. Le pregunté cómo podía luchar sin saber en nombre de qué causa derramaba su sangre. Repuso que viviendo en el campo más le valla no hacer preguntas. El que pregunta despierta sospechas del alcalde de la aldea. Luego, el alcalde no duda en mandar al curioso a realizar trabajos de la comunidad. Al prestar esos servicios, el campesino se ve abocado a descuidar su terruño y a su familia, y pasa más hambre que nunca, que ya es decir. La miseria que los azota todos los días ya es suficiente. Hay que vivir de modo que el nombre de uno nunca llegue a los oídos de las autoridades, del poder. En cuanto oye un nombre, el poder lo apunta en seguida, y el hombre que lo lleva, una vez identificado, no dejará de tener problemas. Los asuntos del gobierno rebasan la capacidad de la mente de un campesino, pues los gobernantes tienen conciencia, algo que al campesino jamás le dará nadie.
Al anochecer, caminando por el bosque cada vez más erguidos, porque habían amainado ya los ecos del combate, llegamos a Santa Teresa, una aldea de barro y paja. Acampaba allí un batallón de infantería, diezmado en las luchas que había librado durante todo el día. Agotados y conmocionados por las vivencias del frente, los soldados vagaban entre las chozas. Seguía lloviznando; todos estaban sucios y cubiertos de barro.
Los soldados del puesto de guardia que habíamos encontrado al entrar en la aldea nos condujeron ante el comandante del batallón. Tras enseñarle el salvoconducto del jefe del ejército le pedí que me facilitara el viaje a Tegucigalpa. El buen hombre puso a mi disposición un coche, no sin advertirme que tendría que esperar hasta la mañana siguiente, porque me resultaría imposible viajar de noche y sin luces por aquellos caminos de montaña, convertidos en un barrizal, que pasaban entre abruptos barrancos. El comandante estaba sentado en una choza vacía y escuchaba la radio. El locutor daba lectura, uno tras otro, a los comunicados del frente. Después oímos la noticia de que una serie de países de ambos hemisferios habían expresado su deseo de comenzar negociaciones con el propósito de poner fin a la guerra entre Honduras y El Salvado. Ya se habían pronunciado sobre la guerra países de Latinoamérica y algunos de Europa y Asia. Se esperaba una inminente toma de posición por parte de África. Asimismo se esperaba un comunicado sobre la postura de Australia y el resto de Oceanía. Llamaba la atención el silencio que guardaban China y Canadá. El silencio de Canadá se explicaba por el hecho de que Ottawa tenía en el frente a un corresponsal, Charles Meadows, y no quería que una declaración oficial le complicara la vida o le dificultara la realización de su comprometida y peligrosa misión.
A continuación, el locutor leyó una noticia procedente de Cabo Kennedy informando del lanzamiento del cohete Apolo XI. Tres astronautas, Armstrong, Aldrin y Collins se dirigían hacia la luna. El hombre alcanza las estrellas, descubre mundos nuevos, planea en la infinitud de la galaxia. Las felicitaciones llegan a Houston de todos los rincones de la tierra, informaba el locutor, la humanidad entera celebra el triunfo de la razón y el pensamiento.
Mi soldado, exhausto después del largo y arduo día, dormitaba en un rincón de la estancia. Lo desperté de madrugada para anunciarle nuestra partida. El chofer del batallón, vencido por el agotamiento y el sueño, nos llevó a Tegucigalpa en un jeep. Para no perder tiempo, fuimos directos a Correos. Allí, en una máquina prestada, escribí un telegrama que más tarde se publicó en los periódicos polacos. José Málaga lo envió en seguida, sin hacerme esperar turno y sin que pasara por la censura militar (de todos modos, el telegrama estaba escrito en polaco).
Mis compañeros regresaban del frente. Cada cual por su lado, porque todos se habían perdido en aquella curva donde habíamos caído en medio del fuego de la artillería. Enrique Amado, de Radio Mundo, había topado con una patrulla salvadoreña compuesta por tres hombres de la Guardia Rural. Se trata de un cuerpo de gendarmería privada al servicio de los grandes latifundistas de El Salvador, reclutado entre delincuentes y criminales, tipos muy peligrosos. Le ordenaron ponerse en la posición de quien va a ser fusilado. Enrique hizo todo lo posible por ganar tiempo: primero rezó un buen rato y después les pidió permiso para satisfacer una necesidad fisiológica. Sus verdugos disfrutaban viendo a un hombre aterrado de miedo. Después de divertirse un rato, volvieron a ordenarle que se pusiera firme para que pudieran fusilarlo. Pero en ese preciso instante, entre los matorrales, se oyó el tableteo de una ráfaga de ametralladora y uno de los soldados de la patrulla se desplomó sobre el suelo. Los otros dos fueron hechos prisioneros.
La guerra del fútbol duró cien horas. El balance: seis mil muertos, veinte mil heridos. Alrededor de cincuenta mil personas perdieron sus casas y sus tierras. Muchas aldeas fueron arrasadas.
Las hostilidades cesaron gracias a la intervención de los países de América Latina si bien la frontera entre Honduras y El Salvador sigue siendo, hasta la fecha, escenario de muchas escaramuzas armadas en el curso de las cuales mueren personas y las aldeas se convierten en cenizas.
La verdadera causa de la guerra del fútbol radicaba en lo siguiente: El Salvador, el país más pequeño de América Central, tiene la densidad de población más alta de todo el continente americano (más de 160 personas por kilómetro cuadrado). La gente se agolpa en un espacio tremendamente reducido, máxime cuando la inmensa mayoría de la tierra está en manos de catorce poderosos clanes de terratenientes. Incluso se dice que «El Salvador es la propiedad particular de catorce familias». Mil latifundistas poseen exactamente diez veces más extensión de tierra que la que poseen cien mil campesinos juntos. Dos tercio de la población rural no tienen ni un acre. En unas migraciones que se han prolongado durante años, una buena parte de este campesinado ha emigrado a Honduras, donde había grandes extensiones de tierras sin dueño. Honduras (112.000 kilómetros cuadrados) es casi seis veces mayor que El Salvador, al tiempo que tiene una población dos veces menor (alrededor de dos millones y medio de habitantes). Se trataba de una emigración bajo cuerda, ilegal, pero tolerada por el gobierno de Honduras durante años.
Los campesinos de El Salvador se establecían en Honduras, fundaban sus aldeas y llevaban una vida algo mejor que la que dejaban atrás. Su número alcanzó unos trescientos mil.
En los años sesenta se manifestaron los primeros síntomas de malestar entre los campesinos hondureños, que reclamaban tierras en propiedad. El gobierno proclamó un decreto de reforma agraria. Al ser un gobierno al servicio de la oligarquía terrateniente y ejecutor de la voluntad de Estados Unidos, el decreto no preveía ni la fragmentación de los latifundios ni el reparto de las tierras pertenecientes al trust americano United Fruit, que posee grandes plantaciones bananeras en el territorio de Honduras. El gobierno pretendía entregar a los campesinos hondureños las tierras ocupadas por los campesinos de El Salvador. Eso significaba que trescientos mil emigrantes salvadoreños debían regresar a su país, donde no tenían nada. A su vez, el también oligárquico gobierno de El Salvador se negó a recibirlos, llevado del temor de una revuelta campesina.
El gobierno de Honduras insistía y el gobierno de El Salvador se negaba. Las relaciones entre los dos países se volvieron muy tensas. A ambos lados de la frontera, los periódicos llevaban a cabo una campaña de odio, calumnias e insultos. Mutuamente se tachaban de nazis, enanos, borrachos, sádicos, sabandijas, agresores, ladrones, etc. Organizaban pogromos e incendiaban comercios.
En estas circunstancias les tocó jugar a las selecciones nacionales de fútbol de Honduras y El Salvador. El partido decisivo se jugó en terreno neutral, en México (ganó El Salvador por 3 a 2). Los hinchas de Honduras fueron acomodados en un lado del estadio y los de El Salvador en el opuesto, sentándose en medio cinco mil policías mexicanos armados con imponentes porras.
El fútbol ayudó a enardecer aún más los ánimos de chovinismo y de histeria seudopatriótica, tan necesarios para desencadenar la guerra y fortalecer así el poder de las oligarquías en los dos países.
El Salvador fue el primero en atacar. Tenía un ejército mucho más fuerte y contaba con una victoria fácil.
La guerra terminó en un impasse. La frontera se mantuvo intacta. Es una frontera trazada a ojo en medio de la selva, en un terreno montañoso que reclaman ambos países.
Parte de los emigrantes regresaron a El Salvador, mientras que otros siguen viviendo en Honduras.
Los dos gobiernos estaban satisfechos de la guerra, porque durante varios días Honduras y El Salvador habían ocupado las primeras planas de la prensa mundial y habían atraído el interés de la opinión pública internacional. Los pequeños países del Tercer Mundo tienen la posibilidad de despertar un vivo interés sólo cuando se deciden a derramar sangre. Es una triste verdad, pero así es.
1969
Tomado del libro “La guerra del fútbol y otros reportajes”, Ryzard Kapuściński, Editorial Anagrama, Barcelona, 1992
Luis Suárez dijo que habría guerra, y yo siempre creía a pies juntillas todo lo que él decía. Vivíamos juntos en Ciudad de México, y Luis me daba clases sobre América Latina. Me enseñaba lo que es y cómo comprenderla. Tenía un olfato especial para ver venir los acontecimientos. En su tiempo, predijo certeramente la caída de Goulart en Brasil, la de Bosch en la República Dominicana y la de Jiménez en Venezuela. Mucho antes del regreso de Perón, creía firmemente que el viejo caudillo volvería a ser presidente de Argentina, como también vaticinó la muerte inminente del dictador de Haití, François Duvalier, cuando todo el mundo le auguraba muchos años de vida. Luis sabía moverse por las arenas movedizas de la política de este continente, en las que aficionados como yo cometíamos error tras error y acabábamos hundiéndonos sin remisión.
En esta ocasión, Luis expresó su opinión sobre la guerra que se nos avecinaba, después de doblar el periódico en el que acababa de leer una crónica deportiva, dedicada al partido de fútbol que habían jugado las selecciones nacionales de Honduras y El Salvador. Los dos equipos luchaban por clasificarse para el Mundial que, según lo anunciado, se celebraría en México en 1970.
El primer partido se jugó el domingo 8 de junio de 1969
en la capital de Honduras, Tegucigalpa.
Nadie en todo el mundo prestó la más mínima atención a este acontecimiento.
El equipo de El Salvador llegó a Tegucigalpa el sábado, y todos sus miembros pasaron la noche en blanco en el hotel. No pudieron dormir porque fueron víctima de una guerra psicológica que desencadenaron los hinchas hondureños. El hotel se vio rodeado por un hervidero de gente. La multitud arrojaba piedras contra los cristales y aporreaba láminas de hojalata y bidones vacíos. A cada momento estallaban con estruendo los petardos. Se disparaban en aullidos espantosos los cláxones de los coches que habían rodeado el hotel. Los hinchas silbaban, chillaban, proferían gritos llenos de hostilidad. El escándalo se prolongó durante toda la noche. Y todo para que los jugadores del equipo contrario, sin haber podido pegar ojo, nerviosos y cansados, perdieran el partido. En Latinoamérica, semejantes prácticas están a la orden del día, así que no sorprenden a nadie.
Al día siguiente, Honduras venció al equipo de El Salvador, muerto de sueño, por 1 a 0.
Cuando el delantero centro del equipo hondureño, Roberto Cardona, metió en el último minuto el gol de la victoria, en El Salvador, una muchacha de dieciocho años, Amelia Bolaños, que estaba viendo el partido sentada frente al televisor, se levantó de un salto y corrió hacia el escritorio, en uno de cuyos cajones su padre guardaba una pistola. Se suicidó de un disparo en el corazón. «Una joven que no pudo soportar la humillación a la que fue sometida su patria», publicó al día siguiente el diario salvadoreño El Nacional. Transmitido en directo por televisión, al entierro de Amelia Bolaños asistió la capital entera. Encabezaba el cortejo fúnebre la compañía de honor del ejército de El Salvador, portando su estandarte. Detrás del féretro, cubierto con la bandera nacional, marchaba el presidente de la república acompañado de sus ministros. Tras el gobierno desfilaban los once jugadores del equipo de El Salvador, que esa misma mañana habían vuelto al país a bordo de un avión especial, no sin que antes, en el aeropuerto de Tegucigalpa, les llenaran de vituperios, les escupieran en la cara, los ridiculizaran y vilipendiaran.
Una semana después se celebraba en un campo de fútbol de bello nombre, Flor Blanca, de la capital salvadoreña, San Salvador, el partido de vuelta. Esta vez fue el equipo de Honduras el que pasó la noche en blanco: una multitud de hinchas encolerizados rompieron todos los cristales de las ventanas del hotel para, a continuación, arrojar al interior de las habitaciones toneladas de huevos podridos, ratas muertas y trapos apestosos. Los jugadores fueron llevados al estadio en carros blindados de la I División Motorizada de El Salvador, lo que los salvó de la venganza del vulgo sediento de sangre que se apiñaba a lo largo del trayecto, enarbolando los retratos de la heroína nacional, Amelia Bolaños.
Las afueras del estadio estaban tomadas por el ejército. Alrededor del campo mismo, cordones de soldados del regimiento de élite de la Guardia Nacional blandían sus metralletas listas para disparar. Cuando sonó el himno nacional de Honduras, el estadio estalló en gritos, silbidos, abucheos e insultos, que no cesaron hasta la última nota. A continuación, en lugar de la bandera nacional de Honduras, que había sido quemada minutos antes para gran júbilo de los espectadores, locos de alegría, los anfitriones izaron en el asta un harapo sucio y hecho jirones. Resulta evidente que, dadas las circunstancias, los jugadores de Tegucigalpa no pudieron pensar en el juego. Sólo pensaban en si iban a salir de allí con vida. «Menos mal que hemos perdido este partido», dijo con alivio el entrenador del equipo visitante, Mario Griffin.
El Salvador ganó por 3 a 0.
Directamente del campo de fútbol, el equipo de Honduras fue llevado al aeropuerto en los mismos carros blindados que lo habían traído. Peor suerte corrieron sus hinchas, que, golpeados y pateados sin piedad, huían hacia la frontera. Dos personas resultaron muertas. Docenas tuvieron que ser hospitalizadas. Ciento cincuenta coches hondureños fueron incendiados. Pocas horas después, la frontera entre ambos países quedaba cerrada.
Todo esto lo leyó Luis en el periódico y dijo que habría guerra. En sus tiempos había sido un gran reportero y conocía a la perfección su terreno.
En América Latina, decía, la frontera entre el fútbol y la política es tan tenue que resulta casi imperceptible. Es larga la lista de los gobiernos que cayeron o fueron derrocados por los militare sólo porque la selección nacional había perdido un partido. Los periódicos llaman traidores a la patria a los jugadores del equipo perdedor. Cuando Brasil ganó en México el Campeonato Mundial, un amigo mío, exiliado político brasileño, estaba destrozado: «La derecha militar», dijo, «tiene asegurados por lo menos cinco años de gobierno sin que nadie la importune.» En su camino hacia el título de campeón, Brasil ganó a Inglaterra. El diario Jornal dos Sportes, que se publica en Río de Janeiro, explica la causa de la victoria en el artículo titulado «Jesús defiende a Brasil» con estas palabras: «Cada vez que el balón se acercaba a nuestra portería y parecía que nada podría salvamos del gol, Jesús bajaba un pie de entre las nubes y despedía la pelota fuera del campo.» El artículo se publicó acompañado de dibujos que ilustraban ese fenómeno sobrenatural.
El que va al campo de fútbol puede perder la vida. Tomemos como ejemplo un partido en el que México pierde con Perú por 1 a 2. Desesperado, un hincha mexicano exclama en tono sarcástico: «iViva México!» Instantes después muere masacrado por la multitud. No obstante, también hay veces en que esas fuertes emociones acumuladas se descargan de otra forma. Después del partido en el que México ganó a Bélgica por 1 a 0, borracho de tanta felicidad, Augusto Mariaga, alcaide de la cárcel de Chilpancingo (estado de Guerrero), que alberga exclusivamente a presos condenados a cadena perpetua, recorre los pasillos pistola en mano, dispara al aire y, al grito de «¡Viva México!», abre una a una todas las celdas, dejando en libertad a 142 criminales peligrosos. El tribunal absuelve a Mariaga, «porque, según se puede leer en la motivación de la sentencia, actuaba llevado por un arrebato de patriotismo».
—¿Crees que merece la pena ir a Honduras?— le pregunté a Luis, que en aquella época era redactor de Siempre, un semanario serio e influyente.
—Creo que sí — me contestó—, seguro que pasará algo. A la mañana siguiente aterricé en Tegucigalpa.
Al anochecer un avión sobrevoló la ciudad y arrojó una bomba. Todo el mundo oyó el estruendo del estallido. Las colinas que rodean la capital multiplicaron la violenta explosión del metal reventado, por lo que más tarde hubo quienes sostuvieron que se trataba de todo un bombardeo. El pánico se apoderó de la ciudad. La gente se refugiaba en los portales, los comerciantes cerraban sus tiendas. Los conductores abandonaban los coches en medio de la calle. Una mujer corría por la acera, gritando: «¡Mi hijo! ¡Mi hijol» De pronto enmudeció, y todo se sumió en el silencio. Un silencio tal que la ciudad parecía muerta. Al cabo de unos instantes se apagó la luz, y toda Tegucigalpa quedó sumida en la más profunda oscuridad.
Fui corriendo al hotel, irrumpí más que entré en mi habitación, coloqué una hoja de papel en la máquina de escribir y me puse a redactar el texto de un telegrama para Varsovia. Tenía mucha prisa, porque sabía que era el único corresponsal extranjero en Tegucigalpa y que podía ser el primero en transmitir al mundo la noticia del estallido de la guerra en América Central.
La habitación estaba tan oscura que no podía ver nada. Bajé a tientas a la recepción, donde me dejaron una vela. Volví al cuarto, encendí la vela y puse mi transistor. El locutor daba lectura al comunicado del gobierno de Honduras sobre el inicio de la guerra con El Salvador. Después vino la noticia de que el ejército salvadoreño había comenzado los ataques a Honduras a lo largo de toda la línea del frente.
Empecé a escribir:
TEGUCIGALPA (HONDURAS) PAP 14 DE JULIO VÍA TROPICAL RADIO RCA HOY A LAS SEIS DE LA TARDE EMPEZÓ LA GUERRA ENTRE EL SALVADOR Y HONDURAS LA AVIACIÓN DE EL SALVADOR BOMBARDEÓ CUATRO CIUDADES HONDUREÑAS STOP AL MISMO TIEMPO LAS TROPAS DE EL SALVADOR VIOLARON LA FRONTERA CON HONDURAS INTENTANDO PENETRAR EN EL INTERIOR DEL PAÍS STOP EN RESPUESTA AL ATAQUE DEL AGRESOR LA AVIACIÓN DE HONDURAS BOMBARDEÓ LOS MÁS IMPORTANTES CENTROS INDUSTRIA-LES Y OBJETIVOS ESTRATÉGICOS DE EL SALVADOR Y LAS FUERZAS TERRESTRES EMPRENDIERON ACCIONES DEFENSIVAS.
En aquel instante oí gritar desde la calle: «¡Apaga la luz!», una, dos, más veces, y con una voz cada vez más apremiante y nerviosa, así que me vi obligado a apagar la vela. Seguí escribiendo a tientas, a ciegas; sólo de cuando en cuando alumbraba el teclado de la máquina con la llama de una cerilla.
LA RADIO INFORMA QUE SE LIBRAN DUROS COMBATES EN TODO EL FRENTE Y QUE LAS TROPAS DE HONDURAS CAUSAN GRANDES BAJAS AL EJÉRCITO DE EL SALVADOR STOP EL GOBIERNO EXHORTA A LA NACIÓN A DEFENDER LA PATRIA EN PELIGRO Y APELA A LA ONU PARA QUE CONDENE LA AGRESIÓN.
Bajé al vestíbulo con el telegrama, encontré al propietario del hotel y le rogué que buscase a alguien que me acompañase a Correos. Como había llegado ese mismo día, desconocía Tegucigalpa por completo. No es que sea una ciudad grande —apenas un cuarto de millón de habitantes—, pero está situada sobre colinas, lo que hace que tenga un entramado de calles complicado. El propietario quería ayudarme, pero no tenía a nadie disponible, y yo tenía prisa. Al final, llamó a la policía. Ningún agente tenía tiempo. Así que llamó a los bomberos. Al cabo de un rato llegaron tres, con sus uniformes de trabajo, cascos y hachas incluidos. Nos saludamos a ciegas; no pude ver sus rostros. Les supliqué que me condujeran a Correos. «Conozco muy bien Honduras», mentí, «y sé que es un país que alberga a la gente más hospitalaria del mundo. Estoy seguro de que: no me negarán el favor. Es muy importante que el mundo sepa la verdad sobre quién empezó la guerra, quién disparó primero, etc., y quiero asegurarles que lo que he escrito es la purísima verdad. Ahora lo primordial es el tiempo; debemos damos prisa».
Salimos del hotel. A través de la oscura noche sólo pude distinguir la línea de la calle. No sé por qué, pero hablábamos en voz muy baja, susurrando. Contaba los pasos en un intento de memorizar el camino. Estaba a punto de llegar a mil, cuando los bomberos se detuvieron y uno de ellos llamó con los nudillos a una puerta. Desde el interior, una voz nos preguntó con insistencia quiénes éramos. Luego la puerta se abrió fugazmente, tan sólo un instante, para que desde fuera no se viese la luz. Ahora ya estaba dentro. Me dijeron que esperara. En todo Honduras había un solo aparato de télex, que en esos momentos estaba ocupado por el presidente de la república. El presidente mantenía por télex un intercambio de impresiones con la embajada de Honduras en Washington, a la que le ordenaba solicitar ayuda militar al gobierno de Estados Unidos. La consulta se prolongó lo indecible, porque tanto el presidente como el embajador usaban un lenguaje increíblemente salpicado de florituras, amén de que la conexión se cortaba a cada momento.
Hasta medianoche no conseguí comunicarme con Varsovia. La máquina imprimió el número TL 813480 PAP VARSOVIA. Di un salto de alegría. El operador me preguntó:
—¿Varsovia es un país?
—No es un país. Es una ciudad. El país se llama Polonia.
—Polonia, Polonia -repitió en un intento de reconocerlo, pero vi que el nombre no le evocaba nada.
Preguntó a Varsovia:
HOW RECEIVED MSG BIBI + + = :?
y Varsovia contestó:
RECEIVED OK OK GREE FOR RYSIEK TKS TKS + + + !
Abracé al operador efusivamente, deseándole que saliera de la guerra sano y salvo, y me dispuse a regresar al hotel. Apenas salí a la calle y recorrí una veintena escasa de metros, me di cuenta de que me había perdido. Estaba envuelto en una oscuridad total, densa, espesa e impenetrable, como si una venda negra me cubriera los ojos; no podía ver nada en absoluto, ni siquiera mis propios brazos, extendidos hacia adelante. El cielo debía de haberse cubierto de nubes pues habían desaparecido las estrellas, y en ninguna parte se veía luz alguna.
Estaba solo en medio de una ciudad extraña y desconocida, que no podía ver y que parecía haber quedado sepultada bajo tierra. Un silencio cargado de tensión lo envolvía todo; la ciudad había enmudecido como si la hubieran hechizado, ni una sola voz, ningún sonido llegaba de ninguna parte. Caminaba hacia adelante, palpando, como un ciego, las paredes, las cañerías de desagüe y las rejas de los escaparates. Me percaté de que mis pasos retumbaban sobre la acera, así que empecé a andar de puntillas y con sumo sigilo. De pronto, mi mano dio en el vacío: no había más pared; debía de haber llegado al final de la manzana. ¿Habría salido a una plaza? ¿O tal vez se trataba del final de un terraplén y tenía delante un precipicio? Palpé el suelo con los pies. ¡Asfalto! Estaba en medio de una calzada. Crucé al otro lado y volví a pegarme al muro. Perdido, sin saber dónde quedaba Correos ni dónde estaba el hotel, seguí avanzando. De repente oí un estruendo ensordecedor, sentí que perdía el equilibrio y me desplomé sobre la acera.
Había volcado un cubo de basura de hojalata.
En aquel tramo, la calle debía de bajar en pendiente, porque el cubo rodó con estrépito durante un buen rato. En ese momento oí abrirse muchas ventanas, de donde me llegaban unos susurros llenos de terror: «¡Silencio! ¡Silencio!», voces ahogadas de una ciudad que quería que aquella noche el mundo se olvidara de ella, que deseaba sumirse en la oscuridad y el silencio, que se defendía de ser desenmascarada. A medida que se alejaba, vacío, el cubo de basura calle abajo, se abrían más y más ventanas y se repetían los susurros de «¡Silencio!, ¡silencio!», suplicantes unos, furiosos otros. Pero no había manera de detener al monstruo de hojalata, que rodaba por las desiertas calles como enloquecido, chocando con estrépito contra los adoquines, las farolas y los bordillos. Aterrorizado y empapado en sudor, me tendí sobre la acera, pegándome a ella como una lapa. Temía que empezasen a dispararme. Había cometido un acto de traición contra la ciudad. El enemigo podía haber oído el ruido del cubo de basura y así localizar la situación de Tegucigalpa, que, en semejante oscuridad y silencio, no había manera de detectar. Pensé que no me quedaba más que una salida: huir, largarme de allí lo más lejos posible. Me levanté de un salto y eché a correr. Me dolía la cabeza debido al fuerte golpe que me había dado al caer sobre la acera. No obstante, seguí corriendo como un poseso hasta que tropecé con algo y volví a caer de bruces. Sentí el sabor de la sangre en la boca. Me levanté y me apoyé contra una pared. El cerco de los muros se cerraba sobre mí, un ser indefenso, acorralado por una ciudad que ni siquiera podía ver. Agucé la vista en espera de la luz de las linternas, convencido de que me seguirían para darme caza. Atraparían al intruso que había infringido la última orden dada en esta guerra, orden que prohibía a todo el mundo salir a la calle durante la noche. Pero no ocurrió nada; todo estaba sumido en un silencio sepulcral y la más absoluta oscuridad. Seguí a tientas mi incierto camino, con los brazos extendidos, perdido en el laberinto de las calles, magullado, sangrando y con la camisa hecha jirones. Debía de llevar allí siglos enteros, seguramente había llegado ya hasta el fin del mundo. De repente cayó un aguacero, una violenta tormenta tropical. Por un instante un rayo iluminó la ciudad fantasma. Me vi en medio de unas calles que me eran completamente desconocidas, vi unos edificios viejos y míseros, una casa de madera, un farol, el empedrado. Todo desapareció en una fracción de segundo. Sólo se oía el ruido de la lluvia y, de cuando en cuando, los bandazos del viento. Temblando de frío y empapado, permanecí inmóvil durante un rato, sacudido por escalofríos. Palpé el muro hasta encontrar la entrada de un portal, donde me refugié del aguacero. Acurrucado entre el muro y el portal, intenté dormir, pero no lo logré.
De madrugada me encontró allí una patrulla del ejército. —Estúpido insensato— me dijo un sargento con cara de sueño-, ¿dónde te metes en una noche de guerra?
Me contemplaban con miradas llenas de sospecha; querían llevarme a la comandancia de la ciudad. Por suerte llevaba encima mi documentación y pude explicarles lo que había pasado. Me acompañaron al hotel. Durante el camino, el sargento me dijo que los combates no habían dejado de librarse durante toda la noche, pero como el frente estaba lejos, en Tegucigalpa no se podían oír los disparos.
Desde la mañana, la gente cavaba trincheras y levantaba barricadas. La ciudad se preparaba para el sitio. Las mujeres hacían acopio de alimentos y sellaban las ventanas con tiras de papel adhesivo. La gente corría por las calles sin orden ni concierto en un ambiente de pánico generalizado. Brigadas de estudiantes pintaban lemas con grandes caracteres en las paredes y en las vallas. Un cargamento de poesía se volcó en Tegucigalpa, y en pocas horas sus muros se cubrieron con miles de inscripciones.
NI LO SUEÑEN CABEZAS DURAS.
JAMÁS CONQUISTARÁN NUESTRO HONDURAS
U otras como éstas:
¡EH, PAISANOS. SIN TEMOR
A DEGOLLAR AL AGRESORI
¡VENGAREMOS EL 3 A 0!
¡CUBRA LA INFAMIA A PORFIRIO RAMOS.
QUE SE ACUESTA CON UNA SALVADOREÑA!
QUIEN VEA A RAIMUNDO GRANADOS
AVISE A LA POLICÍA.
¡ES UN ESPÍA DE EL SALVADOR!
Los latinoamericanos, que ya de por sí están obsesionados con los espías, los servicios secretos, los complots y las conspiraciones, ahora, en circunstancias de guerra, en todo el mundo veían a un confidente de la quinta columna. Mi situación tampoco se presentaba color de rosa. A ambos lados del frente, la propaganda había desatado una campaña salvaje culpando a los comunistas de todas las desgracias, y yo era el único corresponsal en la zona procedente de un país socialista. Queda quedarme allí hasta el final de la guerra, pero sabía que podían expulsarme en cualquier momento.
Fui a Correos e invité al operador a una cerveza. El hombre estaba muy asustado, porque, aunque su padre era hondureño de origen, su madre era ciudadana de El Salvador. Como mestizo, se encontraba entre los sospechosos. No sabía qué suerte iba a correr. Desde la mañana, la policía agrupaba a todos los salvadoreños en unos improvisados campos de concentración, estadios las más de las veces. En toda Latinoamérica, los estadios cumplen esta doble función: en tiempos de paz sirven como terreno de juego, y en tiempos de crisis se convierten en campos de concentración.
Se llamaba José Málaga. Bebíamos cerveza en un bar próximo a Correos. Nos unía la misma situación de inseguridad e incertidumbre, los dos estábamos subidos en el mismo carro. José telefoneaba a cada momento a su madre, que se había encerrado en casa, y le decía: «Mamá, estoy bien, no han venido a buscarme, sigo trabajando.»
Al mediodía llegaron cuarenta corresponsales, mis colegas de México. Fueron en avión hasta Guatemala, y allí alquilaron un autobús, pues el aeropuerto de Tegucigalpa permanecía cerrado. Todos querían ir al frente. Para conseguir este objetivo, nos dirigimos al palacio presidencial, un edificio feo, de fachada seudomodernista y pintado de un azul chillón, situado en pleno centro de la ciudad. Ahora, el palacio aparecía rodeado de ametralladoras, ocultas tras sacos de arena. En la explanada había baterías antiaéreas. Hombres uniformados aparecían por doquier. En el interior del palacio los soldados dormían por los pasillos entre montones de armas. El desorden generalizado era la nota dominante del lugar.
Todas las guerras provocan un terrible desorden y no hacen sino malgastar vidas y cosas. La humanidad lleva miles de años de guerras y, sin embargo, parece que cada vez se empiece desde el principio, como si se tratase de la primera guerra en la historia.
Nos recibió un capitán que se presentó como el portavoz del ejército. Preguntado por la situación, dijo que sus tropas obtenían victoria tras victoria a lo largo de todo el frente y que el enemigo sufría graves pérdidas.
—De acuerdo—convino Green, de la AP—, pero nosotros queremos verlo.
En todas partes hacíamos hablar a los norteamericanos, pues aquélla era su zona de influencia y, como les hacían caso, podían conseguir muchas cosas. El capitán anunció que saldríamos hacia el frente al día siguiente, con la única condición de cumplir el requisito de traer dos fotografías.
Llegamos por carretera a un lugar donde vimos dos cañones de artillería y grandes cantidades de municiones amontonadas bajo un árbol. Delante teníamos la carretera que conducía a El Salvador. A ambos lados del camino se extendían tierras pantanosas y, tras la franja de la ciénagas, la selva, verde y tupida. De la frontera con El Salvador nos separaban ocho kilómetros.
Empapado en sudor y con la barba crecida, el comandante que estaba al frente de la defensa de la carretera nos dijo que no podíamos continuar. Que allí empezaba el territorio de operaciones militares en el que ambos ejércitos libraban duros combates, luchando de tal manera que resultaba muy difícil determinar dónde actuaba y qué controlaba cada uno de los contendientes. En la espesura de la selva no se veía nada. A menudo, destacamentos de bandos enemigos, errando perdidos entre la maleza, se percataban de su mutua presencia sólo en el momento en que se encontraban cara a cara. Por añadidura, los dos ejércitos usaban el mismo tipo de uniforme, llevaban idénticas armas y hablaban la misma lengua, así que, cuando una patrulla topaba con otra, no podía saber si había dado con los suyos o con el enemigo.
El comandante nos aconsejó que volviésemos a Tegucigalpa, pues en caso de intentar adentrarnos en la selva nos exponíamos a morir sin saber ni tan siquiera a manos de quién (como si eso tuviese alguna importancia, pensé). Pero entonces las cámaras de televisión insistieron en que tenían que seguir adelante y llegar a la primera línea de fuego para filmar a los soldados en acción, cómo disparaban y cómo morían. Gregor Straub, de la NBC, dijo que tenía que conseguir el primer plano del rostro de un soldado chorreando sudor. Rodolfo Carrillo, de la CBS, pretendía captar la imagen de un oficial moralmente derrotado que, sentado junto a un arbusto, llorara desconsolado porque habían muerto todos los hombres de su destacamento. El cámara francés quería conseguir un plano general en el que se viera el ataque de un batallón hondureño a uno de El Salvador o a la inversa. Alguien más pretendía rodar la secuencia de un soldado cargando a cuestas el cuerpo de un amigo muerto. Los cámaras fueron secundados por los reporteros de la radio. Enrique Amado, de Radio Mundo, quería grabar el gemido de un soldado herido de muerte, suplicando ayuda con un hilo de voz cada vez más débil, hasta que exhalara el último suspiro. Charles Meadwos, de Radio Canadá, deseaba hacerse con la voz de un soldado maldiciendo la guerra en medio de un tiroteo infernal. Noatake Mochida, de Radio Japan, quería obtener el grito de un oficial que, superponiéndose a la barahúnda de los cañones, hablase con su superior a través de un radioteléfono japonés.
Debido al fuerte estímulo de la competitividad, que siempre se manifiesta en estos casos, muchos otros corresponsales también se mostraron dispuestos a seguir adelante. Si ya se había decidido la televisión norteamericana, ¿cómo habrían podido dejar de hacerlo sus colegas de las agencias de prensa? Ya que iban ‘las agencias norteamericanas, ¿cómo podían faltar la Reuter y la AFP? Puesto que iba el reportero de la NBC, ¿cómo podía quedarse el de la BBC? Llevado por un arrebato de patriotismo, y siendo el único polaco entre aquella gente, decidí unirme al grupo que había optado por emprender la temeraria marcha. Se quedaron bajo el árbol aquellos que dijeron estar enfermos del corazón y los que aducían que los detalles no les interesaban porque se disponían a escribir tan sólo comentarios generales.
Finalmente, unos veinte hombres enfilamos el asfalto vacío e inundado por el sol. El riesgo o, más bien, la locura de aquella marcha consistía en que la carretera pasaba por lo alto de un terraplén, de modo que éramos un blanco perfecto para ambos ejércitos, ocultos en la selva, de la que nos separaban unos cien metros. Bastaba con que nos enviaran una sola ráfaga de ametralladora.
Al principio todo iba bien. Aunque podíamos oír un intenso tiroteo y las explosiones de los proyectiles de artillería, aquellos sonidos nos llegaban de una distancia bastante lejana todavía, de unos dos kilómetros. Para que no decayeran los ánimos, no dejábamos de hablar, nerviosa y agitadamente (a decir verdad, sin sentido). Hubo quien no paró de contar chistes. Y todo para dar la impresión de normalidad: hete aquí ni más ni menos que un grupo de hombres caminando tan tranquilos por una carretera. No obstante, después de recorrer un kilómetro, el miedo empezó a hacer mella en nosotros. Verdaderamente, resulta muy desagradable la sensación que experimenta uno cuando camina consciente de que en cualquier momento le pueden meter un balazo. Las piernas se le vuelven como de plomo y gotas de sudor le empapan la frente. Sin embargo, nadie reconoció abiertamente que tenía miedo. Primero, alguien propuso que nos detuviésemos un rato para descansar. Nos convenía sentarnos unos minutos para tomar aire. Al reanudar la marcha, dos empezaron a quedarse cada vez más rezagados, fingiendo haberse enzarzado en una conversión tan sumamente interesante que no lograban mantener el ritmo de los demás. Después, alguien vio un grupo de árboles de extraordinario interés y quería contemplarlos con más detenimiento. Luego, otros dos declararon que tenían que regresar, porque se habían dejado olvidados los filtros de sus cámaras. Volvíamos a descansar en unas pausas cada vez más largas y frecuentes. Al final quedábamos diez.
Mientras tanto, a nuestro alrededor no pasaba nada. Caminábamos por una carretera vacía hacia El Salvador, respirando un aire puro, cristalino y maravilloso, y contemplando la puesta del sol. En realidad, fue aquel sol el que nos brindó la oportunidad de salir airosos de tan apurada situación, pues de pronto los cámaras de televisión sacaron sus fotómetros y declararon que ya no había luz suficiente para rodar. No había nada que hacer, ni planos generales, ni enfoque de detalles, ni movimiento, ni inmovilidad. Además, la primera línea de fuego quedaba aún muy lejos. Se haría de noche antes de que la alcanzásemos.
Emprendimos el camino de vuelta. Bajo el árbol y junto a los dos cañones de artillería, nos esperaban aquellos que estaban enfermos del corazón, los que querían escribir comentarios generales, y los que habían regresado antes, unos por haberse enzarzado en una conversación de máximo interés y otros por haberse dejado olvidados los filtros.
El comandante, empapado en sudor y con la barba crecida (se llamaba Policarpo Paz), nos proporcionó un camión militar, que nos llevó a Nacaome, en la retaguardia del frente, para que allí pasáramos la noche. Al llegar al pueblo, nos reunimos en una especie de consejo en el curso del cual se tomó la decisión de que los norteamericanos llamarían inmediatamente al presidente, pidiéndole que diera la orden de llevarnos al frente, a la primera línea de fuego, al infierno de la guerra, a la tierra rociada de sangre.
Por la mañana nos mandaron un avión que debía llevamos al otro extremo del frente, allí donde se libraban los más duros combates. La lluvia que había caído durante la noche convirtió la pista de despegue del aeropuerto militar de Nacaome en un pardo barrizal. El viejo y descacharrado DC-3, negro por el hollín de sus tubos de escape, aparecía sumergido en el agua como si de un hidroavión se tratara. Tiroteado el día anterior por cazas salvadoreños, tenía el casco lleno de boquetes, tapados con unos tablones de madera sin pulir. La sola visión de aquellas tablas aterrorizó a los que decían estar enfermos del corazón. Se quedaron en Nacaome para luego regresar a Tegucigalpa.
Los demás sí volamos al otro extremo del frente, a Santa Rosa de Copán. Al tomar velocidad para despegar, el avión despedía tanto fuego y tanto humo como lo hubiese hecho un cohete emprendiendo viaje a la luna. En el aire, chirriaba y crujía mientras daba bandazos de un lado para otro como un borracho azotado por un fuerte viento de Otoño. Ora bajaba en picado, ora se disparaba hacia arriba en un lance a la desesperada, todo menos volar de un modo normal, en línea recta. En el interior del avión, que estaba destinado a transportar mercancías, no había ningún tipo de banco o butaca. Nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas a una barra de hierro para no estrellamos contra los laterales. Las fuertes ráfagas de viento, que entraban por los anchos boquetes, parecían querer arrancamos la cabeza. Sólo los pilotos, dos muchachos jóvenes y despreocupados, nos sonreían a través de los retrovisores la mar de divertidos, como si hubiesen acabado de inventar un juego estupendo.
—Lo más importante—me gritaba a voz en cuello Antonio Rodríguez, de EFE, en un intento de hacerse oír a pesar del rugir de los motores y el ruido del viento— es que sigan funcionando los motores. ¡Ay, madre mía, que sigan funcionando!
En Santa Rosa de Copán (un pueblucho somnoliento, ahora repleto de militares), un camión nos llevó al cuartel, atravesando callejones llenos de barro. El cuartel se encontraba en una antigua fortaleza española, rodeada por un muro gris e hinchado por la humedad. Cuando penetramos en el interior, en el patio vimos a tres prisioneros heridos que estaban siendo sometidos a un interrogatorio.
—¡Hablen! —rugía el oficial encargado de interrogados—, ¡confiésenlo todo!
Debilitados por la pérdida de sangre, los prisioneros apenas si balbuceaban. Desnudos de cintura para arriba, permanecían de pie, uno con una herida en el vientre, otro en el brazo y el tercero con una mano destrozada por la metralla. El que tenía una herida en el vientre no aguantó mucho tiempo; entre gemidos, se retorció como si hiciera una pirueta de baile y se desplomó sobre el suelo. Los otros dos enmudecieron, contemplando a su compañero con miradas ausentes y aturdidas.
Un oficial nos condujo ante el comandante de la guarnición. El capitán, pálido y demacrado por el cansancio, no sabía qué hacer con nosotros. Ordenó que se nos proporcionaran unas camisas militares. Mandó a su ordenanza que trajera café. El comandante temía que en cualquier momento pudieran aparecer unidades salvadoreñas. Santa Rosa estaba situada en el centro de la línea de ataque del enemigo, es decir, junto al camino que une el Atlántico con el Pacífico. El Salvador, situado en la costa del Pacífico, ambicionaba conquistar Honduras, bañada por el Atlántico. De conseguirlo, el pequeño El Salvador se habría convertido de repente en una potencia de dos océanos. El camino más corto al Atlántico conducía precisamente por el lugar donde nos encontrábamos: pasaba por Ocotepeque, Santa Rosa de Copán, San Pedro Sula, y llegaba a Puerto Cortés. Las avanzadillas blindadas de El Salvador se habían adentrado ya bastantes kilómetros en territorio hondureño. Avanzaban siguiendo la orden: ¡Salir al Atlántico!, ¡salir a Europa!, ¡salir al mundo!
Su radio repetía: «CUATRO GOLPES, MANO DURA, Y NI RASTRO DE HONDURAS.»
Honduras, más pobre y débil, se defendía con uñas y dientes. Por las abiertas ventanas del cuartel se veía cómo oficiales de alta graduación mandaban al frente nuevos destacamentos. Reclutas muy jóvenes aparecían formados en irregulares filas. Eran unos muchachos de pequeña estatura y aspecto frágil, morenos, indios todos ellos, y sus rostros expresaban tensión y miedo al tiempo que valor y determinación. Los oficiales les decían algo mientras señalaban con el brazo horizontes lejanos. Después aparecía un cura que rociaba con agua bendita a los pelotones que iban a la muerte.
Al mediodía y en un camión descubierto, fuimos al frente. Los primeros cuarenta kilómetros del viaje transcurrieron en calma. Penetrábamos en unas tierras cada vez más montañosas, en unos cerros verdes, cubiertos por la tupida frondosidad de la selva tropical. En sus laderas aparecían chozas de barro abandonadas, algunas calcinadas. En un tramo vimos a los habitantes de toda una aldea andando, con hatillos al hombro, a lo largo del camino. En otro lugar, un nutrido grupo de hombres vestidos con camisas blancas y tocados con anchos sombreros nos amenazaban agitando sus machetes y fusiles. Después, a lo lejos, muy lejos, oímos ecos de cañonazos.
De repente, alcanzamos un punto en el camino donde imperaba una agitación febril. Llegábamos a un prado que penetraba como una cuña en la selva, un lugar al que traían a los heridos. Unos yacían sobre camillas y otros directamente sobre la hierba. Deambulaban entre ellos varios soldados y dos enfermeros; no había médico. A un lado, cuatro soldados cavaban un hoyo. Los heridos yacían silenciosos, pacientes; se nos antojaba de lo más extraordinario esa paciencia suya, esa capacidad sobrehumana para soportar el dolor, tan característica de los indios. Aquí, nadie gritaba ni pedía auxilio. Los soldados les daban de beber agua y los enfermeros, muy primitivos, les curaban las heridas lo mejor que sabían. No me cabía en la cabeza lo que vi a continuación. Uno de los enfermeros, bisturí en mano, iba de un herido a otro y les extraía las balas del cuerpo, como se sacan las pepitas de una manzana. El otro vertía tintura de yodo sobre las heridas y las tapaba con gasas.
En un momento dado, los soldados trajeron en un camión a un campesino herido. Era salvadoreño. La bala se le había incrustado en la rodilla. Le ordenaron tumbarse en la hierba. El campesino, descalzo, estaba pálido y ensangrentado. El enfermero removía el bisturí en el interior de su rodilla en un intento de encontrar la bala. El campesino gimió.
—Cállate, pobre diablo—le dijo el enfermero—, no me molestés.
Ayudándose con los dedos, finalmente extrajo la bala, Roció la herida con el yodo y la vendó de cualquier manera.
—Levántate y sube al camión—le dijo un soldado de la escolta—, ¡vamos!
El campesino se puso en pie a duras penas sobre la hierba y se encaminó, cojeando, hacia el camión. No dijo ni una palabra, ni un solo gemido salió de su boca.
—¡Arriba!—le ordenó el soldado.
Nos lanzamos en ayuda del campesino, pero el escolta nos rechazó con un culatazo. Ya no era un hombre bueno. Era un soldado de la primera línea del frente, enfurecido y con los nervios alterados. El campesino se agarró con las manos a las altas barras de la caja del camión y se encaramó a la plataforma. Su cuerpo se desplomó sobre ella con estruendo. Pensé que había muerto. Pero unos instantes después su cabeza asomaba entre las tablas y un rostro gris, de expresión tensa a la vez que ingenua, esperaba sumiso el siguiente acto del destino.
—Denme un cigarrillo—nos pidió con un ronco hilo de voz. Tiramos al interior del camión todos los cigarrillos que llevábamos encima. El camión se puso en marcha mientras él reía feliz; tenía tantos cigarrillos que podría satisfacer las ansias de fumar de su pueblo entero.
Entretanto, los enfermeros aplicaban una gota a gota a un soldado que agonizaba. Muchos curiosos contemplaban la operación. Unos se sentaban alrededor de la camilla en la que se estaba muriendo el herido, otros permanecían de pie, apoyados sobre sus fusiles. El moribundo tendría unos veinte años. Le habían alcanzado once balas. Si aquellas once balas se hubieran alojado en un cuerpo débil y viejo, el hombre habría dejado de existir en el acto. Pero las balas penetraron en un cuerpo joven, fuerte, recio, de modo que la muerte encontraba una tenaz resistencia. El herido yacía inconsciente, ya al otro lado de la existencia, y sin embargo lo que aún le quedaba de vida libraba, obstinada, su última y desesperada batalla. El soldado estaba desnudo de cintura para arriba, y todos veían cómo se tensaban sus músculos y las gotas de sudor se deslizaban por su moreno torso. Observando aquellos músculos tenía y los chorros de sudor todo el mundo podía comprobar con sus propios ojos la encarnizada lucha con que la vida desafiaba a la muerte. Todos seguían con angustioso interés aquel feroz combate, porque querían saber cuánta fuerza había en la vida y cuánta en la muerte. Todos querían saber hasta dónde la vida era capaz de luchar contra la muerte, y si una vida joven que aún existía y se negaba a rendirse conseguiría ganarle el pulso a la muerte.
—¿Tiene alguna posibilidad de sobrevivir?—preguntó uno de los soldados.
—Ninguna—respondió el enfermero, sosteniendo en lo alto una botella de suero.
Todo el mundo se sumió en un grave silencio. Violenta y entrecortada, la respiración del herido recordaba la de un corredor de fondo después de una carrera agotadora.
—¿Alguno de ustedes lo conocía?—preguntó al cabo de un rato uno de los soldados.
El corazón del herido trabajaba con todas sus fuerzas, hasta el punto de que se oían sus febriles latidos.
—Nadie—le contestó otro soldado.
Por el camino subían camiones, los motores rugían. Junto al bosque, cuatro soldados cavaban un hoyo.
—¿Es de los nuestros o es uno de ellos?—preguntó el soldado sentado junto a la camilla.
—No se sabe—le respondió el enfermero tras unos instantes de silencio.
—Es de su madre—dijo uno de los soldados que permanecían de pie a un lado.
—Ahora ya es de Dios—agregó otro, pasado un rato. Se quitó la gorra y la colgó en el cañón de su fusil.
—El cuerpo del herido temblaba, víctima de violentas sacudidas. Bajo la brillante piel morena aún latían sus músculos.
—Qué fuerte es la vida—habló en tono lleno de asombro el soldado que se apoyaba en su fusil—. Todavía sigue en él. Todavía sigue.
Los demás contemplaban al herido con una expresión de gravedad dibujada en sus rostros. El silencio lo envolvía todo. El moribundo respiraba cada vez más despacio; la cabeza se le caía hacia atrás. Los soldados o se sentaban inmóviles o se arrebujaban los unes contra los otros, como si quisieran conservar un resto del calor ofrecido por un fuego a punto de extinguirse en medio de un campo helado. Al final, aunque esta situación aún se prolongó durante un buen rato, alguien habló:
—Ahora sí que ya se ha ido. La vida que le quedaba lo ha abandonado.
Contemplándolo, sobrecogidos, permanecieron un rato más junto al muerto, pero al ver que allí ya no iba a pasar nada, se dispersaron, cada uno por su lado.
Nosotros seguimos nuestro camino, que ahora bordeaba un cerro cubierto de vegetación. Después de atravesar un pueblo abandonado, San Francisco, enfilamos un sinuoso camino, erizado de curvas y más curvas. Al salir de una de ellas, nos vimos envueltos de repente en pleno caos de la guerra. Soldados disparando y corriendo de un lado para otro, el aire atravesado por el silbido de las balas, ametralladoras apostadas a ambos lados del camino escupiendo largas ráfagas de fuego. El conductor frenó en seco, y en ese preciso instante, justo delante de nosotros, estalló una granada. Al cabo de un segundo oímos un nuevo silbido y una nueva explosión. Después otra y otra. ¡Santo cielo!, pensé, esto es el fin. La plataforma de nuestro camión quedó vacía en un abrir y cerrar de ojos, como si un ciclón nos hubiera barrido de allí. Huimos en desbandada, los unos por encima de los otros, para alcanzar la tierra lo más rápido posible, para rodar hacia una cuneta o hacia cualquier otro sitio, con tal de desaparecer. Mientras corría vi por el rabillo del ojo cómo el grueso operador de la televisión francesa, conmocionado, iba de un lado para otro en una febril búsqueda de su cámara. Alguien le gritó: «¡Al suelo!», y sólo aquella voz, y no las explosiones de las granadas ni el traqueteo de las ametralladoras, lo devolvió a la realidad; el operador se desplomó sobre la tierra, cayendo como un muerto.
Salí disparado hacia donde me parecía que el ruido no era tan intenso, corrí entre los arbustos y la maleza como alma que se lleva el diablo, en un desesperado intento de alejarme lo más posible de aquella curva, en la que habíamos caído en medio del fragor de una batalla campal; corrí montaña abajo por la tierra desnuda de la pendiente, tropezando mil veces sobre el barro resbaladizo, soñando con alcanzar el bosque, la tupida selva. Caía, me levantaba y volvía a correr, hasta que oí el estampido de un nuevo tiroteo que estalló delante de mis narices; las balas silbaban entre las ramas y rugía el fuego que lanzaban las ametralladoras. Me tiré al suelo boca abajo, pegándome a la tierra hasta con el último átomo de mi cuerpo.
Cuando controlé los nervios y me calmé lo suficiente para abrir los ojos, vi un pedazo de tierra por el que caminaban las hormigas.
Caminaban disciplinadas una tras otra por sus múltiples senderos. No era el mejor momento para observar insectos, pero la sola imagen de unas hormigas caminando tan tranquilas, la visión de un mundo diferente, de otra realidad, me devolvió la capacidad de razonar. Pensé que si conseguía dominar el miedo lo bastante para ser capaz de taparme por algún tiempo los oídos y dedicarme tan sólo a la observación de las hormigas en Si! afanosa peregrinación, empezaría a racionalizar las cosas con un mínimo de rigor. Pegado a la tierra entre los matorrales, me tapé los oídos con toda la fuerza que quedaba en mis dedos y observé a las hormigas.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, con la nariz pegada a la tierra, pero cuando levanté la cabeza, vi ante mis ojos el rostro de un soldado.
Quedé como paralizado. Lo que más me aterraba era caer en manos de los salvadoreños, que no habrían vacilado ni un segundo en matarme. El salvadoreño era un ejército cruel, cegado por su fatuidad, que en la locura de la guerra fusilaba a todo aquel que caía en sus manos. Quizá habrían respetado la vida de un norteamericano o un inglés, aunque no necesariamente. El día anterior habíamos visto en Nacaome el cuerpo de un misionero norteamericano masacrado por los salvadoreños.
El soldado estaba tan sorprendido como yo. Arrastrándose por la selva, me vio en el último momento. Se acomodó el casco, adornado con hojas y hierba. Tenía un rostro oscuro, ajado y demacrado. En la mano apretaba un viejo máuser.
—¿Quién eres?—me preguntó.
—Y tú, ¿a qué ejército perteneces?
—Honduras—decidió responderme, porque ya se había dado cuenta de que yo era allí un extraño que no luchaba ni con unos ni con otros.
—¡Honduras! ¡Hermano querido!
Lleno de alegría, saqué un papel del bolsillo. Era un salvoconducto firmado por el comandante en jefe del ejército hondureño, el coronel Ramírez Ortega, dirigido a las unidades destacadas en el frente y autorizándome a permanecer en los territorios donde se desarrollaban las operaciones de guerra. Todos los miembros de nuestro grupo de periodistas habíamos recibido uno en Tegucigalpa, antes de salir para el frente.
Le dije al soldado que debía llegar como fuera a Santa Rosa y de allí a Tegucigalpa para enviar un telegrama a Varsovia. Él se mostró muy contento, pues al hacerse una acertada composición de lugar vio que, esgrimiendo la orden del comandante en jefe del ejército (el escrito obligaba a todos los subordinados a prestarme ayuda), podría valerse de mí para retirarse a la retaguardia.
—Iremos juntos, señor—me dijo— El señor dirá que me mandó acompañarle.
Era un recluta, un campesino pobre al que habían llamado a filas hacía una semana, que desconocía el ejército y al que la guerra le importaba poco; sólo pretendía sobrevivir.
En derredor nuestro estallaban los proyectiles, silbaban las balas, disparaban los cañones, traqueteaban las ametralladoras; a lo lejos se oían gritos y el olor a humo y pólvora impregnaba el aire.
La compañía a la que pertenecía mi soldado se dirigía a rastras entre los matorrales hacia la cima de la montaña en la que, saliendo de una curva, habíamos caído de lleno en el infierno de la guerra y donde había quedado nuestro camión. Desde el lugar en el que yacíamos pegados a la tierra se veían las suelas de goma, gruesas y acanaladas, las botas de la compañía arrastrándose, suelas que se deslizaban por la hierba, después se quedaban inmóviles, luego volvían a deslizarse, uno, dos, uno, dos; unos metros hacia adelante y de nuevo un parón. El soldado me dio un golpecito en el hombro y me dijo:
—Señor, ¡mire cuántos zapatos!
Clavó la vista en las botas de los soldados de la compañía que se arrastraban, entornó los ojos, reflexionando con gravedad acerca de algo que le preocupaba y, finalmente, habló con una voz llena de desazón:
—Toda mi familia anda descalza.
Empezamos a arrastrarnos por la selva.
El tiroteo amainó por unos instantes, y el soldado se detuvo, cansado. Me dijo con voz jadeante que lo esperara mientras él volvía hasta el lugar donde acababa de producirse el último combate de su compañía. Los vivos seguramente ya se habrían alejado de allí, me dijo, pues tenían la orden de perseguir al enemigo hasta la misma frontera, y en el campo de batalla sólo quedarían los muertos, que ya no necesitaban zapatos. Él iría hasta aquel lugar, descalzaría a algunos muertos, escondería las botas entre los arbustos y señalaría el escondrijo. Cuando terminara la guerra y lo licenciaran, regresaría y calzaría a toda su familia. Ya había calculado que por un par de botas militares le darían tres pares de zapatos de niño, y él era padre de nueve criaturas.
Por un momento pensé que se había vuelto loco, y hasta llegué a decirle que lo tomaba bajo mi mando y que debíamos seguir arrastrándonos sin perder un minuto. Pero el soldado no me prestó la más mínima atención. Obsesionado con los zapatos, ansiaba llegar a la línea de fuego para recoger su botín, toda una fortuna desperdigada entre la hierba, y esconderlo antes de que lo sepultaran bajo tierra. Para él, sólo ahora la guerra empezaba a cobrar sentido, ya tenía un objetivo. Ya sabía lo que quería y lo que debía hacer. Por mi parte, tenía la certeza de que no nos volveríamos a encontrar nunca más si en aquel momento él se marchaba de allí. Por nada del mundo quería quedarme solo en medio de aquel trozo de selva. Ignoraba quién lo controlaba, desconocía las posiciones de los ejércitos, y tampoco sabía cuál era la mejor dirección que debía tomar. No hay nada peor que verse solo en una guerra extraña y en un país extraño. Así que, decidido a no separarme de él, seguí al soldado, siempre a rastras, en dirección al campo de batalla. Llegamos a un lugar en el que se abría un pequeño claro en medio del espesor de la selva desde donde pudimos ver, a través de los troncos y las ramas, el desolador paisaje de después de una batalla. El frente se había desdoblado en dos flancos, los proyectiles estaban al otro lado de la montaña que se levantaba a nuestra izquierda, mientras que a nuestra derecha se oía el estruendo de las ametralladoras, que si bien parecía llegar de debajo de la tierra, debía de proceder del desfiladero. Ante nuestra vista apareció un mortero abandonado en medio de un campo sembrado de cadáveres.
Le dije al soldado que yo no daría un paso más. Que hiciese lo que había venido a hacer, no sin tomar las precauciones para no perderse, y que volviera lo más pronto posible. Me dejó su fusil y se lanzó tras su objetivo a grandes zancadas. No lo vi alejarse, sólo pensaba que nos descubrirían de un momento a otro, que alguien saldría de repente de entre los matorrales lanzando una granada. Con la cabeza hundida en la tierra, una tierra húmeda que olía a podrido y a humo, sentí náuseas. Ojalá no caigamos en una trampa, pensaba, ojalá consigamos alcanzar un mundo más tranquilo. Este soldado mío..., él sí que está contento por fin. Los nubarrones que se cernían sobre su cabeza han desaparecido para que el maná pueda caerle del cielo. Él ya ha ganado su guerra; volverá a su aldea con un saco de zapatos, lo vaciará en medio de la choza, y los niños bailarán de alegría.
El soldado trajo su botín y lo escondió entre los arbustos. Se enjugó la cara empapada de sudor y recorrió con la vista varias veces el lugar para no olvidado. Echamos a andar. Lloviznaba, y la niebla envolvía los claros del bosque. No seguíamos una dirección fija, nos limitábamos a mantenemos lo más alejados posible del teatro de operaciones. Debíamos de encontramos a poca distancia de Guatemala. Un poco más lejos estaba México. Y más allá, Estados Unidos. Pero para nosotros, en aquel momento, todos esos países pertenecían a otro planeta, un planeta lejano cuyos habitantes vivían su propia vida y pensaban en asuntos totalmente diferentes. Tal vez ni siquiera sabían que aquí teníamos una guerra. No hay guerra que se pueda transmitir a distancia. Una persona se sienta a la mesa y se pone a comer tan tranquila mientras ve la televisión: en la pantalla, torbellinos de tierra saltan por los aires —corte—, se pone en marcha la oruga de un tanque —corte—, los soldados caen abatidos y se retuercen de dolor, y el espectador pone mala cara y maldice furioso porque, pendiente de la pantalla, ha puesto demasiada sal en la sopa. La guerra vista a distancia y hábilmente manipulada en una mesa de montaje no es más que un espectáculo. En la realidad, el soldado no ve más allá de la punta de su nariz, tiene los ojos cubiertos de polvo e inundado de sudor, dispara a ciegas y se arrastra por la tierra como un topo. Y, sobre todo, tiene miedo. El soldado destacado en el frente es muy parco en palabras; si se le pregunta, a menudo no contesta, encogiéndose de hombros por toda respuesta. Por regla general, pasa hambre y está muerto de sueño, ignora cuál será la siguiente orden y qué ocurrirá dentro de una hora. La guerra crea una situación en la que uno convive permanentemente con la muerte. Es una experiencia que siempre queda profundamente grabada en la memoria. Más tarde, conforme avanzan los años, el hombre recurre con una frecuencia cada vez mayor a sus vivencias de la guerra, como si con el paso del tiempo se le multiplicaran los recuerdos, como si hubiera pasado toda su vida en una trinchera.
Mientras atravesábamos sigilosamente el bosque pregunté al soldado por qué él y sus compatriotas luchaban contra El Salvador. Me respondió que no lo sabía, que eran asuntos del gobierno. Le pregunté cómo podía luchar sin saber en nombre de qué causa derramaba su sangre. Repuso que viviendo en el campo más le valla no hacer preguntas. El que pregunta despierta sospechas del alcalde de la aldea. Luego, el alcalde no duda en mandar al curioso a realizar trabajos de la comunidad. Al prestar esos servicios, el campesino se ve abocado a descuidar su terruño y a su familia, y pasa más hambre que nunca, que ya es decir. La miseria que los azota todos los días ya es suficiente. Hay que vivir de modo que el nombre de uno nunca llegue a los oídos de las autoridades, del poder. En cuanto oye un nombre, el poder lo apunta en seguida, y el hombre que lo lleva, una vez identificado, no dejará de tener problemas. Los asuntos del gobierno rebasan la capacidad de la mente de un campesino, pues los gobernantes tienen conciencia, algo que al campesino jamás le dará nadie.
Al anochecer, caminando por el bosque cada vez más erguidos, porque habían amainado ya los ecos del combate, llegamos a Santa Teresa, una aldea de barro y paja. Acampaba allí un batallón de infantería, diezmado en las luchas que había librado durante todo el día. Agotados y conmocionados por las vivencias del frente, los soldados vagaban entre las chozas. Seguía lloviznando; todos estaban sucios y cubiertos de barro.
Los soldados del puesto de guardia que habíamos encontrado al entrar en la aldea nos condujeron ante el comandante del batallón. Tras enseñarle el salvoconducto del jefe del ejército le pedí que me facilitara el viaje a Tegucigalpa. El buen hombre puso a mi disposición un coche, no sin advertirme que tendría que esperar hasta la mañana siguiente, porque me resultaría imposible viajar de noche y sin luces por aquellos caminos de montaña, convertidos en un barrizal, que pasaban entre abruptos barrancos. El comandante estaba sentado en una choza vacía y escuchaba la radio. El locutor daba lectura, uno tras otro, a los comunicados del frente. Después oímos la noticia de que una serie de países de ambos hemisferios habían expresado su deseo de comenzar negociaciones con el propósito de poner fin a la guerra entre Honduras y El Salvado. Ya se habían pronunciado sobre la guerra países de Latinoamérica y algunos de Europa y Asia. Se esperaba una inminente toma de posición por parte de África. Asimismo se esperaba un comunicado sobre la postura de Australia y el resto de Oceanía. Llamaba la atención el silencio que guardaban China y Canadá. El silencio de Canadá se explicaba por el hecho de que Ottawa tenía en el frente a un corresponsal, Charles Meadows, y no quería que una declaración oficial le complicara la vida o le dificultara la realización de su comprometida y peligrosa misión.
A continuación, el locutor leyó una noticia procedente de Cabo Kennedy informando del lanzamiento del cohete Apolo XI. Tres astronautas, Armstrong, Aldrin y Collins se dirigían hacia la luna. El hombre alcanza las estrellas, descubre mundos nuevos, planea en la infinitud de la galaxia. Las felicitaciones llegan a Houston de todos los rincones de la tierra, informaba el locutor, la humanidad entera celebra el triunfo de la razón y el pensamiento.
Mi soldado, exhausto después del largo y arduo día, dormitaba en un rincón de la estancia. Lo desperté de madrugada para anunciarle nuestra partida. El chofer del batallón, vencido por el agotamiento y el sueño, nos llevó a Tegucigalpa en un jeep. Para no perder tiempo, fuimos directos a Correos. Allí, en una máquina prestada, escribí un telegrama que más tarde se publicó en los periódicos polacos. José Málaga lo envió en seguida, sin hacerme esperar turno y sin que pasara por la censura militar (de todos modos, el telegrama estaba escrito en polaco).
Mis compañeros regresaban del frente. Cada cual por su lado, porque todos se habían perdido en aquella curva donde habíamos caído en medio del fuego de la artillería. Enrique Amado, de Radio Mundo, había topado con una patrulla salvadoreña compuesta por tres hombres de la Guardia Rural. Se trata de un cuerpo de gendarmería privada al servicio de los grandes latifundistas de El Salvador, reclutado entre delincuentes y criminales, tipos muy peligrosos. Le ordenaron ponerse en la posición de quien va a ser fusilado. Enrique hizo todo lo posible por ganar tiempo: primero rezó un buen rato y después les pidió permiso para satisfacer una necesidad fisiológica. Sus verdugos disfrutaban viendo a un hombre aterrado de miedo. Después de divertirse un rato, volvieron a ordenarle que se pusiera firme para que pudieran fusilarlo. Pero en ese preciso instante, entre los matorrales, se oyó el tableteo de una ráfaga de ametralladora y uno de los soldados de la patrulla se desplomó sobre el suelo. Los otros dos fueron hechos prisioneros.
La guerra del fútbol duró cien horas. El balance: seis mil muertos, veinte mil heridos. Alrededor de cincuenta mil personas perdieron sus casas y sus tierras. Muchas aldeas fueron arrasadas.
Las hostilidades cesaron gracias a la intervención de los países de América Latina si bien la frontera entre Honduras y El Salvador sigue siendo, hasta la fecha, escenario de muchas escaramuzas armadas en el curso de las cuales mueren personas y las aldeas se convierten en cenizas.
La verdadera causa de la guerra del fútbol radicaba en lo siguiente: El Salvador, el país más pequeño de América Central, tiene la densidad de población más alta de todo el continente americano (más de 160 personas por kilómetro cuadrado). La gente se agolpa en un espacio tremendamente reducido, máxime cuando la inmensa mayoría de la tierra está en manos de catorce poderosos clanes de terratenientes. Incluso se dice que «El Salvador es la propiedad particular de catorce familias». Mil latifundistas poseen exactamente diez veces más extensión de tierra que la que poseen cien mil campesinos juntos. Dos tercio de la población rural no tienen ni un acre. En unas migraciones que se han prolongado durante años, una buena parte de este campesinado ha emigrado a Honduras, donde había grandes extensiones de tierras sin dueño. Honduras (112.000 kilómetros cuadrados) es casi seis veces mayor que El Salvador, al tiempo que tiene una población dos veces menor (alrededor de dos millones y medio de habitantes). Se trataba de una emigración bajo cuerda, ilegal, pero tolerada por el gobierno de Honduras durante años.
Los campesinos de El Salvador se establecían en Honduras, fundaban sus aldeas y llevaban una vida algo mejor que la que dejaban atrás. Su número alcanzó unos trescientos mil.
En los años sesenta se manifestaron los primeros síntomas de malestar entre los campesinos hondureños, que reclamaban tierras en propiedad. El gobierno proclamó un decreto de reforma agraria. Al ser un gobierno al servicio de la oligarquía terrateniente y ejecutor de la voluntad de Estados Unidos, el decreto no preveía ni la fragmentación de los latifundios ni el reparto de las tierras pertenecientes al trust americano United Fruit, que posee grandes plantaciones bananeras en el territorio de Honduras. El gobierno pretendía entregar a los campesinos hondureños las tierras ocupadas por los campesinos de El Salvador. Eso significaba que trescientos mil emigrantes salvadoreños debían regresar a su país, donde no tenían nada. A su vez, el también oligárquico gobierno de El Salvador se negó a recibirlos, llevado del temor de una revuelta campesina.
El gobierno de Honduras insistía y el gobierno de El Salvador se negaba. Las relaciones entre los dos países se volvieron muy tensas. A ambos lados de la frontera, los periódicos llevaban a cabo una campaña de odio, calumnias e insultos. Mutuamente se tachaban de nazis, enanos, borrachos, sádicos, sabandijas, agresores, ladrones, etc. Organizaban pogromos e incendiaban comercios.
En estas circunstancias les tocó jugar a las selecciones nacionales de fútbol de Honduras y El Salvador. El partido decisivo se jugó en terreno neutral, en México (ganó El Salvador por 3 a 2). Los hinchas de Honduras fueron acomodados en un lado del estadio y los de El Salvador en el opuesto, sentándose en medio cinco mil policías mexicanos armados con imponentes porras.
El fútbol ayudó a enardecer aún más los ánimos de chovinismo y de histeria seudopatriótica, tan necesarios para desencadenar la guerra y fortalecer así el poder de las oligarquías en los dos países.
El Salvador fue el primero en atacar. Tenía un ejército mucho más fuerte y contaba con una victoria fácil.
La guerra terminó en un impasse. La frontera se mantuvo intacta. Es una frontera trazada a ojo en medio de la selva, en un terreno montañoso que reclaman ambos países.
Parte de los emigrantes regresaron a El Salvador, mientras que otros siguen viviendo en Honduras.
Los dos gobiernos estaban satisfechos de la guerra, porque durante varios días Honduras y El Salvador habían ocupado las primeras planas de la prensa mundial y habían atraído el interés de la opinión pública internacional. Los pequeños países del Tercer Mundo tienen la posibilidad de despertar un vivo interés sólo cuando se deciden a derramar sangre. Es una triste verdad, pero así es.
1969
Tomado del libro “La guerra del fútbol y otros reportajes”, Ryzard Kapuściński, Editorial Anagrama, Barcelona, 1992
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