Identidad e historia
en Julio Escoto
Las claves
narrativas de la obra quizás están en el doble nivel de intertextualidad: el superficial, a partir de la anécdota que ya había utilizado
Amaya Amador en “Los brujos de Ilamatepeque”, y el profundo, donde la influencia
del lenguaje rulfiano está presente.
Con la publicación
de dos obras fundacionales (“El cuento de la guerra” de Eduardo Bähr, y “El árbol
de los pañuelos”, de Julio Escoto) la década del 70 marca para la narrativa hondureña
su mayoría de edad, su ingreso a la modernidad literaria, como parte de un proceso
que se inicia con “Sombra” de Arturo Martínez Galindo y se confirma más tarde con
“El Arca”, de Óscar Acosta.
El rasgo común
que identifica a estos autores es su voluntad para emprender búsquedas más originales
y significativas, que implican mayores riesgos, tanto a nivel formal como temático.
En el caso específico de Bähr y Escoto, sin evadir la presencia avasallante del
contexto local, orientaron su talento e imaginación, sumado a una sabia utilización
de formatos provenientes del “boom”, pero asumidos con criterio, inteligencia y
propiedad, a la construcción de una auténtica voz narrativa que les permitiera cartografiar
su aldea con precisión tal que la volvieron universal.
Esta tendencia,
por llamarla de alguna manera, se manifiesta con mayor fuerza en Julio Escoto, quien
confirmaría la solidez de su andadura narrativa con “Rey del albor. Madrugada”,
publicada en 1993, donde retomaría los puntos de inflexión de la historia nacional
con aderezos provenientes del recién estrenado debate en torno a la identidad.
Lo cierto es
que a partir de “La balada del herido pájaro y otros cuentos” (1969) es evidente
en Escoto una nueva manera de hacer literatura, asumida como la forma más contundente
de rebatir al romanticismo costumbrista, cargado de la fuerte colocación social
que había imperado hasta entonces, anulando para siempre el cliché que contraponía
lo vital que debía ser lo nuestro, a lo intelectual, lo estetizante, lo tabú, que
debía ser lo extranjero.
En la obra
de Escoto no sólo está implícito el afán por
cuestionar y refundar el imaginario colectivo del ser hondureño, abandonando
el sentido de la narración vista como espejo de la realidad, sino que apunta a rastrear
la ruta hacia ese aleph donde confluyen
las experiencias personales y el ser colectivo del hondureño, a través de los senderos
aparentemente contradictorios de la imaginación, logrando “captar” la esencia de
esa identidad que otros intentaron “reproducir” sin éxito.
En “El árbol
de los pañuelos” (1972), Escoto lo consigue por la vía del acercamiento a la historia,
estableciendo las raíces de la identidad nacional a través de la descodificación
de hechos obliterados por la crónica oficial, desacralizando el “texto” al replantearlo
a través de un enfoque inédito.
A partir de
la historia familiar de los hermanos Cano en el siglo XIX, el texto de Escoto indaga
la esencia del hondureño en su nada heroica faceta de traidor, de hecho, ese tema
del “hombre como lobo del mismo hombre” magnificado en la hipérbole narrativa de
la venganza de Balam.
Las claves
narrativas de la obra quizás están en el doble nivel de intertextualidad: el superficial,
a partir de la anécdota que ya había utilizado Amaya Amador en “Los brujos de Ilamatepeque”,
y el profundo, donde la influencia del lenguaje rulfiano está presente, pero como
un fantasma que no se materializa, cediendo siempre ante la originalidad de la depurada
voz narrativa de Escoto.
En una frase
central de su estudio sobre este libro, Helen Umaña apunta que “Escoto refleja el
doloroso sedimento y también la realidad actual de un proceso de mestizaje particularmente
violento y todavía no resuelto”.
La percepción
de Umaña es incuestionable, pero se diluye un tanto al utilizar el término “refleja”,
que tiene una obvia connotación estática, cuando más bien la obra posee un sentido
dinámico que plantea y cuestiona, en una sincronía total, los dilemas del mestizaje,
la exclusión y la intolerancia.
En conclusión,
a lo largo de toda la obra percibimos el sentido del elemento definido por Said
como “mundanidad”, sobre todo en la medida que el texto de Escoto trasciende a su
doble referencia real: tanto a la presencia histórica de los Cano como a su correlato
literario en “Los Brujos de Ilamatepeque”.
El autor también
ha refrendado su independencia creativa, su nexo con la imaginación al señalar que:
“mi novela encierra un mundo mágico, o lo pretende. En ese sentido hay un propio
punto de vista de la realidad, pero no de la cotidiana sino del envés de la realidad…
Hay igualmente una simbología que aspira a ser hondureña y universal, ofrecida por
medio de un juego múltiple (palabras, planos, conjuntos) que de tan cerrado ha escondido
aún cierta oscuridad. Y sobre todo hay introspección, búsqueda de las motivaciones,
de las causas de los orígenes de las reacciones del ser humano. No digo que lo he
encontrado, pero bien sé que lo intenté afanosamente”.
Años después,
con la publicación de “Madrugada, rey del albor”, Escoto consolida uno de los intentos
más serios por hacer novela “sobre” Honduras.
La ambición de Escoto de lograr un mural histórico, un texto polifónico del hondureño,
es evidente.
Pero al momento
de plantearse el problema de la estructura, opera por añadir un recurso contrapuntístico:
alternando una narración lineal de 18 capítulos al mejor estilo de las aventuras
de espías y ambientada en los años 80, con una serie de “textos” ordenados en un
orden cronológico regresivo --que conforman los nueve capítulos imprescindibles
de una inédita historia nacional.
A la primera
narración, protagonizada por el Dr. Quentin Jones, no le falta ninguno de los elementos
que definen a los formatos de intriga y suspenso, ahí encontraremos espionaje y
contraespionaje, documentos cifrados en computadora, túneles secretos y, por supuesto,
contras y guerrilleros, protagonistas de primer orden en la “década perdida”.
Un elemento
que no debe pararse por alto es la tensión erótica que maneja este relato alrededor
de dos mujeres, Sheela y Erika, personajes
muy bien perfilados, que en su relación con Jones establecen una atmósfera de gran
sensualidad, siempre justificada por las exigencias internas de la narración.
Sin embargo,
ya en el contexto general de la obra, esta narración finalmente se revela como su
estrato epidémico, si la comparamos con la “profundidad” de los nueve capítulos
aparentemente accesorios, donde finalmente se refunde una visión paradigmática de
la hondureñidad, vista y entendida como un proceso dinámico que aún no ha llegado
a cuajar.
En resumen, la obra de Julio Escoto no sólo se manifiesta
como la acción creativa para forjar un ideario ético-estético; más allá de la presencia
inobjetable de un autor en pleno dominio de su oficio; trasciende, y se afirma su
indeclinable voluntad por desentrañar las claves que precisan nuestra historia,
que definen nuestra identidad, que nos revelan como hondureños.
La Tribuna Cultural
Diario LA TRIBUNA.
13 octubre, 2013
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