21 febrero, 2014

Identidad e historia
en Julio Escoto 
Las claves narrativas de la obra quizás están en el doble nivel de intertextualidad: el superficial,  a partir de la anécdota que ya había utilizado Amaya Amador en “Los brujos de Ilamatepeque”, y el profundo, donde la influencia del lenguaje rulfiano está presente.

Con la publicación de dos obras fundacionales (“El cuento de la guerra” de Eduardo Bähr, y “El árbol de los pañuelos”, de Julio Escoto) la década del 70 marca para la narrativa hondureña su mayoría de edad, su ingreso a la modernidad literaria, como parte de un proceso que se inicia con “Sombra” de Arturo Martínez Galindo y se confirma más tarde con “El Arca”, de Óscar Acosta.

El rasgo común que identifica a estos autores es su voluntad para emprender búsquedas más originales y significativas, que implican mayores riesgos, tanto a nivel formal como temático. En el caso específico de Bähr y Escoto, sin evadir la presencia avasallante del contexto local, orientaron su talento e imaginación, sumado a una sabia utilización de formatos provenientes del “boom”, pero asumidos con criterio, inteligencia y propiedad, a la construcción de una auténtica voz narrativa que les permitiera cartografiar su aldea con precisión tal que la volvieron universal.
Esta tendencia, por llamarla de alguna manera, se manifiesta con mayor fuerza en Julio Escoto, quien confirmaría la solidez de su andadura narrativa con “Rey del albor. Madrugada”, publicada en 1993, donde retomaría los puntos de inflexión de la historia nacional con aderezos provenientes del recién estrenado debate en torno a la identidad.
Lo cierto es que a partir de “La balada del herido pájaro y otros cuentos” (1969) es evidente en Escoto una nueva manera de hacer literatura, asumida como la forma más contundente de rebatir al romanticismo costumbrista, cargado de la fuerte colocación social que había imperado hasta entonces, anulando para siempre el cliché que contraponía lo vital que debía ser lo nuestro, a lo intelectual, lo estetizante, lo tabú, que debía ser lo extranjero.
En la obra de Escoto no sólo está implícito el afán por  cuestionar y refundar el imaginario colectivo del ser hondureño, abandonando el sentido de la narración vista como espejo de la realidad, sino que apunta a rastrear la ruta hacia ese aleph donde confluyen las experiencias personales y el ser colectivo del hondureño, a través de los senderos aparentemente contradictorios de la imaginación, logrando “captar” la esencia de esa identidad que otros intentaron “reproducir” sin éxito.
En “El árbol de los pañuelos” (1972), Escoto lo consigue por la vía del acercamiento a la historia, estableciendo las raíces de la identidad nacional a través de la descodificación de hechos obliterados por la crónica oficial, desacralizando el “texto” al replantearlo a través de un enfoque inédito.
A partir de la historia familiar de los hermanos Cano en el siglo XIX, el texto de Escoto indaga la esencia del hondureño en su nada heroica faceta de traidor, de hecho, ese tema del “hombre como lobo del mismo hombre” magnificado en la hipérbole narrativa de la venganza de Balam.
Las claves narrativas de la obra quizás están en el doble nivel de intertextualidad: el superficial, a partir de la anécdota que ya había utilizado Amaya Amador en “Los brujos de Ilamatepeque”, y el profundo, donde la influencia del lenguaje rulfiano está presente, pero como un fantasma que no se materializa, cediendo siempre ante la originalidad de la depurada voz narrativa de Escoto.
En una frase central de su estudio sobre este libro, Helen Umaña apunta que “Escoto refleja el doloroso sedimento y también la realidad actual de un proceso de mestizaje particularmente violento y todavía no resuelto”.
La percepción de Umaña es incuestionable, pero se diluye un tanto al utilizar el término “refleja”, que tiene una obvia connotación estática, cuando más bien la obra posee un sentido dinámico que plantea y cuestiona, en una sincronía total, los dilemas del mestizaje, la exclusión y la intolerancia.
En conclusión, a lo largo de toda la obra percibimos el sentido del elemento definido por Said como “mundanidad”, sobre todo en la medida que el texto de Escoto trasciende a su doble referencia real: tanto a la presencia histórica de los Cano como a su correlato literario en “Los Brujos de Ilamatepeque”.
El autor también ha refrendado su independencia creativa, su nexo con la imaginación al señalar que: “mi novela encierra un mundo mágico, o lo pretende. En ese sentido hay un propio punto de vista de la realidad, pero no de la cotidiana sino del envés de la realidad… Hay igualmente una simbología que aspira a ser hondureña y universal, ofrecida por medio de un juego múltiple (palabras, planos, conjuntos) que de tan cerrado ha escondido aún cierta oscuridad. Y sobre todo hay introspección, búsqueda de las motivaciones, de las causas de los orígenes de las reacciones del ser humano. No digo que lo he encontrado, pero bien sé que lo intenté afanosamente”.
Años después, con la publicación de “Madrugada, rey del albor”, Escoto consolida uno de los intentos más serios  por hacer novela “sobre” Honduras. La ambición de Escoto de lograr un mural histórico, un texto polifónico del hondureño, es evidente.
Pero al momento de plantearse el problema de la estructura, opera por añadir un recurso contrapuntístico: alternando una narración lineal de 18 capítulos al mejor estilo de las aventuras de espías y ambientada en los años 80, con una serie de “textos” ordenados en un orden cronológico regresivo --que conforman los nueve capítulos imprescindibles de una inédita historia nacional.
A la primera narración, protagonizada por el Dr. Quentin Jones, no le falta ninguno de los elementos que definen a los formatos de intriga y suspenso, ahí encontraremos espionaje y contraespionaje, documentos cifrados en computadora, túneles secretos y, por supuesto, contras y guerrilleros, protagonistas de primer orden en la “década perdida”.
Un elemento que no debe pararse por alto es la tensión erótica que maneja este relato alrededor de dos mujeres, Sheela  y Erika, personajes muy bien perfilados, que en su relación con Jones establecen una atmósfera de gran sensualidad, siempre justificada por las exigencias internas de la narración.
Sin embargo, ya en el contexto general de la obra, esta narración finalmente se revela como su estrato epidémico, si la comparamos con la “profundidad” de los nueve capítulos aparentemente accesorios, donde finalmente se refunde una visión paradigmática de la hondureñidad, vista y entendida como un proceso dinámico que aún no ha llegado a cuajar.
En  resumen, la obra de Julio Escoto no sólo se manifiesta como la acción creativa para forjar un ideario ético-estético; más allá de la presencia inobjetable de un autor en pleno dominio de su oficio; trasciende, y se afirma su indeclinable voluntad por desentrañar las claves que precisan nuestra historia, que definen nuestra identidad, que nos revelan como hondureños.
La Tribuna Cultural
Diario LA TRIBUNA.

13 octubre, 2013

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