Explosión verbal-mestizaje lírico
en Julio Escoto
Ileana Rodríguez
(Spanish Department, Ohio State University, USA)
Era la hora del alba en que el más
viejo de los viejos emergía de su carpa para asegurarse de que esa mañana
también aparecería el sol y para comenzar sus abluciones. Sobre las
milpas andaban ya espulgando los surcos las grandes garzas de cuello blanco y los
tijules (209).
¡Qué
desesperación me sobrecogió al abrir el texto de Julio Escoto, Los
Operantes, empezar a leer y encontrarme frente a tal explosión de palabras
y sistema de alargadas oraciones sin fin! ¿Cómo iban a reaccionar mis
estudiantes al enfrentarse a tal sobrecogedor laberinto? Sentí angustia y hasta
se diría, desesperación. Dejé de leer para contar el número de páginas
que tenía el cuento, y me entró una especie de desaliento al percatarme que era
un cuento largo. Como tenía que explicarlo la semana siguiente, seguí leyendo
con la esperanza de poder encontrar las reglas del juego, pero el texto se
apretó cerrado, como que si me expulsara de sus entrañas. Esto me perturbó aún
más y con ánimo más bien contrariado llegué hasta el final. ¿Qué iba a hacer
con ese texto ante estudiantes para los cuales el español era tan sólo una
segunda lengua apenas en proceso de despegue? ¿Qué significaría para ellos
cuando para mí era un texto impenetrable, secreto? Se me ocurrió entonces
pedirle a cada uno de los estudiantes, 17 en total, traducir un párrafo del
cuento.
De esa
manera, transcrito a otra lengua: el inglés, tanto los estudiantes como yo,
íbamos a poder entender las dificultades de una sintaxis y no sólo establecer
una distancia con el original, sino que a la vez, al buscar el significado de
cada vocablo en otro idioma, producir una mirada doble sobre la escritura. Y
así fue que, con ese ánimo didáctico, sorpresivamente, al copiar cada uno de
los párrafos a ser traducidos, la poesía reventó en mil imágenes y el esfuerzo
de la búsqueda por la expresión exacta del poeta, me confesó sus intimidades.
Pude entonces apreciar la fuerza de la imagen, como la de “flores carnosas como
mano,” o la de un “pájaro estúpido… y arbitrario.”
Para situar
a Honduras en su pasado, antes de leer a Escoto habíamos visto un documental
sobre los Mayas. Se titulaba Craking the Maya Code.
Dicho documental era parte de una magnífica serie que consignaba el trabajo
minucioso realizado con infinita dedicación por los arqueólogos norteamericanos
sobre la cultura y los centros Mayas —un trabajo, dicho sea de paso, que
constituía la genealogía de un empeño, la pulsión misma que alienta una
profesión-. La parte de la serie que vimos correspondía a Copán y dejaba
en su tono ese sabor arrebatado que presentaba un pasado indígena
irresistiblemente seductor, donde el brillo de esta cultura emerge en el encaje
de sus piedras, en sus estelas talladas en filigrana, en su escritura a cincel
minuciosamente labrada en piedra dura e imperecedera a través de los tiempos y
en reto a los descuidos de los entornos sociales que las albergan; con sus
reyes en poses de tranquilidad y elegancia egregia, haciendo gala de una
opulencia y poder que desiguala pasados y presentes.
¿Qué
relación podría existir entre aquellas culturas milenarias, descritas como las
más regias y antiguas del continente, a años luz de las culturas europeas y
anteriores a ellas con mucho, con las poblaciones indígenas marcadas a hierro
por la conquista y decimadas por las carnicerías del presente
republicano? Mi propósito era mostrar a los estudiantes de esta clase,
ese pasado para contrarrestar un tipo de representación que se empeña en
publicitar miserias y corrupciones y, con una justicia que solo es posible en
la poesía, retribuirle a las poblaciones originarias en lo cultural lo que les
fue sustraído en las políticas de lo real.
Con éstos
dos textos a nuestra disposición, uno al lado del otro, sabía muy bien queLos
Operantes “ficcionalizados” en la escritura de Escoto, eran
poblaciones indígenas de La Mosquitia, “literaturizadas” y embellecidas por la
palabra. Ellas, poca conexión tenían con las culturas aristocráticas de
los Mayas —al menos eso sostenían los archivos de viajeros, geógrafos,
naturalistas, y hombres de empresa que habían atravesado el lugar de norte a
sur y de este a oeste en el siglo 19 y, al hacerlo, habían establecido la
censura entre dichas poblaciones, resaltando a unas, disminuyendo a
otras-.
Pero ahí
estaba ahora Escoto, con una prosa que yo sólo había conocido en el trabajo de
Alejo Carpentier con anterioridad, en una escritura referida a poblaciones y
culturas criollas primordialmente, como era la cubana de Carpentier, en un
estilo celebrado como “lo real maravilloso americano” que ya no rendía los
mismos dividendos que cuando se inventó para explicar “la maravilla” de la
historia continental desde su primera confrontación con lo europeo. Esa
era una prosa florida, barroca, con tal abundancia de vocablos que le valió al
cubano el epíteto de escritor de diccionario, pues tal era su afán de
especialización que esta no podía ser sino el resultado de un rebuscado
afán. Y ahora, ahí estaba Escoto, con una prosa parecida en su
abundancia, pero que, referida a los habitantes de la Mosquitia, seres
“sigilosamente nocturnos… reluctantes a las concentraciones de luz y a los
reflejos sobre el agua,” se agarraba con fuerza raigal a lo
natural-regional—“selva virgen, llanuras verdes y largas como el mar” (199).
Ahí estaban los pájaros, las flores, las especies, mitos, ritos indígenas en su
comercio con el exterior y en su perenne enfrentamiento de mentalidades
acurrucadas en la lontananza de la selva.
Tras Escoto
se agigantaba la imagen de uno de los más grandes narradores continentales que
intentó poetizar lo indígena, Miguel Ángel Asturias, cuyo Hombres de
Maíz nos había acercado a Gaspar Ilóm, a Machojón, a Goyo Yic y María
Tecún, a La Piojosa Grande, nana de Martín Ilóm, a los brujos de las
luciérnagas y a los conejos amarillos, personajes suyos que en hipóstasis
metaforizan lo que sólo queda como vaga alusión a lo que fue. Oímos de nuevo
esa voz que nos habla de Gaspar Ilón que se fue volviendo tierra que cae de
donde cae la tierra, es decir, sueño que no encuentra sombra para soñar el
suelo de Ilóm y nada pudo la llama solar de la voz burlada por los conejos
amarillos… que se pegaron al cielo, convertidos en estrellas, y se disiparon en
el agua como reflejos con orejas (10).
* * *
Leído con
más calma y empatía me di cuenta que el cuento tenía cinco partes sin que el
autor nos ofreciera ninguna solución de continuidad, ningún quiebre
explicitado, pero eran no obstante cinco partes claramente distinguibles en las
que la historia colonial, la historia nacional, y la historia imperial se
entrelazaban como lianas a partir de cambios claramente perceptibles justamente
en el vocablo mismo y su referencialidad. Fue precisamente el cambio de
vocabulario el que me permitió transitar del mundo indígena, natural, con su
pájaro dios “arbitrario” al cristianismo de hierro de Jesús de la Espada,
escandalizado ante lo que para él era la desacralización del cuerpo de los muertos
y para Los Operantes simple acto de descontaminación de la tierra,
(“que nuestros muertos no duermen en tierra por no contaminar los blancos
capullos del maíz” (205)); y de ahí, al período de los viajeros
merolicos, mercaderes y vendedores que van de pueblo en pueblo ofreciendo su
bisutería y cambiando las costumbres de antaño, endeudando a la gente e
induciendo la acumulación, (“Tomad! Tomad!...pues solo la posesión os hará
libres” (206)); después de eso, a la entrada de La Contra en territorio hondureño
(“Los Contras se dispusieron entonces a practicar el ejercicio que más les
gustaba, el de la tortura (211)”); para finalizar con la llegada del ángel y
esa rayita de luz bajo la puerta que anuncia el alba de cada nuevo amanecer
—cuando el niño pregunta al anciano “Anciano… ¿volverá a amanecer después de
hoy?” El más viejo de los viejos pensó un poco. “Donde haya luz allí estará el
día”, le dijo” (212).
Pero la
magia de la organización del cuento no sólo era el encabalgamiento de las
historias en la naturaleza social-natural de Los Operantes, sino
cómo en un cuento que ahora me parecía extremadamente breve, había condensado
el escritor quinientos años de dominio y, sobre todo, de resistencia, porque Los
Operantes entran y salen de cada historia amparados por un sentido de
humanidad en el que el escritor refugia su sentido de justicia—poética
también. Como dice uno de los ancianos al abate Jesús de la Espada:
“Lo otro no lo entendemos -continuó- pues
nuestra humildad no nos eleva a tantas pretensiones, pero dejadme deciros, y
que mis palabras aplaquen las lunas de vuestra sangre, que nuestros muertos no
duermen en tierra por no contaminar los blandos capullos del maíz, elemental
sanidad vegetal, mi querido tonsurado. Y a lo demás, vuestra violencia física y
verbal no es menos culposa que nuestra ignorancia, pero en nosotros la disculpa
nuestro impulso por ascender del salvajismo, mientras que en vos os castiga con
su recurrencia” (205).
Pensar la
lontananza indígena como la utopía perdida, Tanhuantinsuyo centroamericano, o
como la propuesta de albergue de un planeta asediado por una explotación sin
ceje, era el asunto del cuento. De eso me di cuenta cuando una de las
alumnas, Katherine Horvath, una de las chicas más interesadas y de sensibilidad
poética de la clase me preguntó cuál era el aspecto de la historia que yo
prefería y le contesté que la lírica de la prosa, su explosión verbal, y la
sabiduría de los ancianos —a sabiendas que esa sabiduría era un anhelo, una
ficción-. Pues es en la sección de los ancianos donde emerge la sabiduría
atribuida a las culturas indígenas previas al asedio inclemente de lo
modernizador. Y aquí doy una muestra:
“Cierto miércoles, a la caída de la tarde, el
abate Jesús de la Espada parecía tan humilde que Los Operantes creyeron
portaba el escorbuto. Les sorprendía el brillo carcomido de sus ojos,
reveladores de una pasión incandescente que le cruzaba los párpados y confundía
a las luciérnagas. Cuando dormía —que era muy poco— un resplandor de
fuego le irisaba las pestañas en un arco iris solar que convocaba en tumulto el
vuelo sordo de las mariposas nocturnas y apagaba las velas de sebo, azotadas
por un aliento de manotazos místicos. Alguna vez le oyeron sollozar,
pasada la medianoche, imprecando en quedito a los judíos que martirizaban a
Cristo. Por ello lo dejaron asentarse en la tribu y le dieron posada y le
lavaron los pies con motas de floricundia” (203).
Y aquí está
lo que para mí fue el fulgor de la prosa, esto es, percatarme que en su
explosión de palabras y en su estructura poética resplandecía uno de los
sentidos que uno puede atribuir al mestizaje cultural, a la identidad mestiza
continental. Era en ese deslizarse de la palabra, en su sinuosidad, en su
incontinencia que los tiempos, las historias, las culturas, se sobreponían y
mezclaban sin cesar. Porque si no, de qué otra manera podríamos entender
la unión de vocablos como “haciendo que las hojas se cristalizaran de fuego”
(213). Frases como, “invocaron con gran devoción la salida de los espíritus
y penetraron en la zona gelatinosa de la sorpresa, intimidados por el encanto
de lo desconocido para saber lo que había tras la marejada espumosa del miedo”
(212).
Diálogos
como:
Finalmente pasó de prisa un
adolescente, tintineando su cascabel de sonajas de bronce: “Sólo la verdad,
sólo debe decirse la verdad…”, iba murmurando. “Espera –lo detuvo el más
viejo de los viejos-, no te olvides que también hay que prever de qué manera
interpreta cada uno la verdad.” “Y rió como conejo” (212).
O, finalmente,
conclusiones como:
“No les tengo miedo —repuso el más
viejo de los viejos poniéndose de pie--, he visto el amanecer y sé que vienen
otros amaneceres para mi pueblo. Lo único que me dolería es que me
mataran unas sombras de la historia como vosotros, idos antes de comenzar,
cosas, equivocaciones del destino, nota al pie de un libro olvidado que todavía
falta por escribir. Estoy listo —dijo ciñéndose el cáñamo que le amarraba
el taparrabos y apartándose unas guedejas que le caían sobre la frente--.
Mi amor a Centroamérica muere conmigo,” parodió a Francisco Morazán (209-210).
¿No es ésta
acaso una versión lírica del mestizaje?
Es así como
podemos leer, entender y gozar esos cuentos sin cuento, experimentales,
literatura sin aparente trama, que juega con la lengua, sus vocablos, sus
expresiones idiomáticas; la sintaxis de cuentos sin cuento supuesto que contar
o con cuentos que hay que adivinar. Son narrativas en las cuales el
lector enfrenta una explosión de palabras entre la cuales ha de navegar
buscando el sentido, tratando de parcelar y distinguir lo que el escritor dice
o quiere decir, lo que es y lo que desea, averiguando su fantasía, el lugar de
su libido y acompañándolo paso a paso y con paciencia en un viaje de
escondrijos y adivinanzas.
Los
estudiantes lo entendieron bien. Promoción 2012, en Columbus, Ohio.
Sintieron la
palabra. Se dejaron tocar, y al preguntarse quizás si el juego era de ocultar o
revelar, de perderse o de encontrase, de saber dónde ir o de andar simplemente
vagando; o de ser el cómplice de una identidad desvariada que emerge de la
escritura, comprendieron, quizás, que, como decía Rubén Darío de Ramón de
Campoamor, “abeja es cada expresión que volando del papel, deja en los labios
la miel y pica en el corazón”.
Julio Escoto. La historia de Los Operantes.
En Sergio Ramírez. Puertos abiertos. Antología de cuento
centroamericano. México: Fondo de Cultura Económica, 2011: 198-214.
http://www.caratula.net/ediciones/51/critica-irodriguez.php
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