29 agosto, 2014

Explosión verbal-mestizaje lírico 
en Julio Escoto
Ileana Rodríguez
(Spanish Department, Ohio State University, USA)

Era la hora del alba en que el más viejo de los viejos emergía de su carpa para asegurarse de que esa mañana también aparecería el sol y para comenzar sus abluciones.  Sobre las milpas andaban ya espulgando los surcos las grandes garzas de cuello blanco y los tijules (209).

¡Qué desesperación me sobrecogió al abrir el texto de Julio Escoto, Los Operantes, empezar a leer y encontrarme frente a tal explosión de palabras y sistema de alargadas oraciones sin fin! ¿Cómo iban a reaccionar mis estudiantes al enfrentarse a tal sobrecogedor laberinto? Sentí angustia y hasta se diría, desesperación.  Dejé de leer para contar el número de páginas que tenía el cuento, y me entró una especie de desaliento al percatarme que era un cuento largo. Como tenía que explicarlo la semana siguiente, seguí leyendo con la esperanza de poder encontrar las reglas del juego, pero el texto se apretó cerrado, como ­que si me expulsara de sus entrañas. Esto me perturbó aún más y con ánimo más bien contrariado llegué hasta el final. ¿Qué iba a hacer con ese texto ante estudiantes para los cuales el español era tan sólo una segunda lengua apenas en proceso de despegue? ¿Qué significaría para ellos cuando para mí era un texto impenetrable, secreto? Se me ocurrió entonces pedirle a cada uno de los estudiantes, 17 en total, traducir un párrafo del cuento.
De esa manera, transcrito a otra lengua: el inglés, tanto los estudiantes como yo, íbamos a poder entender las dificultades de una sintaxis y no sólo establecer una distancia con el original, sino que a la vez, al buscar el significado de cada vocablo en otro idioma, producir una mirada doble sobre la escritura. Y así fue que, con ese ánimo didáctico, sorpresivamente, al copiar cada uno de los párrafos a ser traducidos, la poesía reventó en mil imágenes y el esfuerzo de la búsqueda por la expresión exacta del poeta, me confesó sus intimidades. Pude entonces apreciar la fuerza de la imagen, como la de “flores carnosas como mano,” o la  de un “pájaro estúpido… y arbitrario.”
Para situar a Honduras en su pasado, antes de leer a Escoto habíamos visto un documental sobre los Mayas.  Se titulaba Craking the Maya Code.  Dicho documental era parte de una magnífica serie que consignaba el trabajo minucioso realizado con infinita dedicación por los arqueólogos norteamericanos sobre la cultura y los centros Mayas —un trabajo, dicho sea de paso, que constituía la genealogía de un empeño, la pulsión misma que alienta una profesión-.  La parte de la serie que vimos correspondía a Copán y dejaba en su tono ese sabor arrebatado que presentaba un pasado indígena irresistiblemente seductor, donde el brillo de esta cultura emerge en el encaje de sus piedras, en sus estelas talladas en filigrana, en su escritura a cincel minuciosamente labrada en piedra dura e imperecedera a través de los tiempos y en reto a los descuidos de los entornos sociales que las albergan; con sus reyes en poses de tranquilidad y elegancia egregia, haciendo gala de una opulencia y poder que desiguala pasados y presentes. 

¿Qué relación podría existir entre aquellas culturas milenarias, descritas como las más regias y antiguas del continente, a años luz de las culturas europeas y anteriores a ellas con mucho, con las poblaciones indígenas marcadas a hierro por la conquista y decimadas por las carnicerías del presente republicano?  Mi propósito era mostrar a los estudiantes de esta clase, ese pasado para contrarrestar un tipo de representación que se empeña en publicitar miserias y corrupciones y, con una justicia que solo es posible en la poesía, retribuirle a las poblaciones originarias en lo cultural lo que les fue sustraído en las políticas de lo real.
Con éstos dos textos a nuestra disposición, uno al lado del otro, sabía muy bien queLos Operantes “ficcionalizados” en la escritura de Escoto, eran poblaciones indígenas de La Mosquitia, “literaturizadas” y embellecidas por la palabra.  Ellas, poca conexión tenían con las culturas aristocráticas de los Mayas —al menos eso sostenían los archivos de viajeros, geógrafos, naturalistas, y hombres de empresa que habían atravesado el lugar de norte a sur y de este a oeste en el siglo 19 y, al hacerlo, habían establecido la censura entre dichas poblaciones, resaltando a unas, disminuyendo a otras-. 
Pero ahí estaba ahora Escoto, con una prosa que yo sólo había conocido en el trabajo de Alejo Carpentier con anterioridad, en una escritura referida a poblaciones y culturas criollas primordialmente, como era la cubana de Carpentier, en un estilo celebrado como “lo real maravilloso americano” que ya no rendía los mismos dividendos que cuando se inventó para explicar “la maravilla” de la historia continental desde su primera confrontación con lo europeo.  Esa era una prosa florida, barroca, con tal abundancia de vocablos que le valió al cubano el epíteto de escritor de diccionario, pues tal era su afán de especialización que esta no podía ser sino el resultado de un rebuscado afán.  Y ahora, ahí estaba Escoto, con una prosa parecida en su abundancia, pero que, referida a los habitantes de la Mosquitia, seres “sigilosamente nocturnos… reluctantes a las concentraciones de luz y a los reflejos sobre el agua,” se agarraba con fuerza raigal a lo natural-regional—“selva virgen, llanuras verdes y largas como el mar” (199). Ahí estaban los pájaros, las flores, las especies, mitos, ritos indígenas en su comercio con el exterior y en su perenne enfrentamiento de mentalidades acurrucadas en la lontananza de la selva. 
Tras Escoto se agigantaba la imagen de uno de los más grandes narradores continentales que intentó poetizar lo indígena, Miguel Ángel Asturias, cuyo Hombres de Maíz nos había acercado a Gaspar Ilóm, a Machojón, a Goyo Yic y María Tecún, a La Piojosa Grande, nana de Martín Ilóm, a los brujos de las luciérnagas y a los conejos amarillos, personajes suyos que en hipóstasis metaforizan lo que sólo queda como vaga alusión a lo que fue. Oímos de nuevo esa voz que nos habla de Gaspar Ilón que se fue volviendo tierra que cae de donde cae la tierra, es decir, sueño que no encuentra sombra para soñar el suelo de Ilóm y nada pudo la llama solar de la voz burlada por los conejos amarillos… que se pegaron al cielo, convertidos en estrellas, y se disiparon en el agua como reflejos con orejas (10).
* * *
Leído con más calma y empatía me di cuenta que el cuento tenía cinco partes sin que el autor nos ofreciera ninguna solución de continuidad, ningún quiebre explicitado, pero eran no obstante cinco partes claramente distinguibles en las que la historia colonial, la historia nacional, y la historia imperial se entrelazaban como lianas a partir de cambios claramente perceptibles justamente en el vocablo mismo y su referencialidad. Fue precisamente el cambio de vocabulario el que me permitió transitar del mundo indígena, natural, con su pájaro dios “arbitrario” al cristianismo de hierro de Jesús de la Espada, escandalizado ante lo que para él era la desacralización del cuerpo de los muertos y para Los Operantes simple acto de descontaminación de la tierra, (“que nuestros muertos no duermen en tierra por no contaminar los blancos capullos del maíz” (205));  y de ahí, al período de los viajeros merolicos, mercaderes y vendedores que van de pueblo en pueblo ofreciendo su bisutería y cambiando las costumbres de antaño, endeudando a la gente e induciendo la acumulación, (“Tomad! Tomad!...pues solo la posesión os hará libres” (206)); después de eso, a la entrada de La Contra en territorio hondureño (“Los Contras se dispusieron entonces a practicar el ejercicio que más les gustaba, el de la tortura (211)”); para finalizar con la llegada del ángel y esa rayita de luz bajo la puerta que anuncia el alba de cada nuevo amanecer —cuando el niño pregunta al anciano “Anciano… ¿volverá a amanecer después de hoy?” El más viejo de los viejos pensó un poco. “Donde haya luz allí estará el día”, le dijo” (212). 
Pero la magia de la organización del cuento no sólo era el encabalgamiento de las historias en la naturaleza social-natural de Los Operantes, sino cómo en un cuento que ahora me parecía extremadamente breve, había condensado el escritor quinientos años de dominio y, sobre todo, de resistencia, porque Los Operantes entran y salen de cada historia amparados por un sentido de humanidad en el que el escritor refugia su sentido de justicia—poética también.  Como dice uno de los ancianos al abate Jesús de la Espada:

 “Lo otro no lo entendemos -continuó- pues nuestra humildad no nos eleva a tantas pretensiones, pero dejadme deciros, y que mis palabras aplaquen las lunas de vuestra sangre, que nuestros muertos no duermen en tierra por no contaminar los blandos capullos del maíz, elemental sanidad vegetal, mi querido tonsurado. Y a lo demás, vuestra violencia física y verbal no es menos culposa que nuestra ignorancia, pero en nosotros la disculpa nuestro impulso por ascender del salvajismo, mientras que en vos os castiga con su recurrencia” (205).

Pensar la lontananza indígena como la utopía perdida, Tanhuantinsuyo centroamericano, o como la propuesta de albergue de un planeta asediado por una explotación sin ceje, era el asunto del cuento.  De eso me di cuenta cuando una de las alumnas, Katherine Horvath, una de las chicas más interesadas y de sensibilidad poética de la clase me preguntó cuál era el aspecto de la historia que yo prefería y le contesté que la lírica de la prosa, su explosión verbal, y la sabiduría de los ancianos —a sabiendas que esa sabiduría era un anhelo, una ficción-.  Pues es en la sección de los ancianos donde emerge la sabiduría atribuida a las culturas indígenas previas al asedio inclemente de lo modernizador. Y aquí doy una muestra:

 “Cierto miércoles, a la caída de la tarde, el abate Jesús de la Espada parecía tan humilde que Los Operantes creyeron portaba el escorbuto.  Les sorprendía el brillo carcomido de sus ojos, reveladores de una pasión incandescente que le cruzaba los párpados y confundía a las luciérnagas.  Cuando dormía —que era muy poco— un resplandor de fuego le irisaba las pestañas en un arco iris solar que convocaba en tumulto el vuelo sordo de las mariposas nocturnas y apagaba las velas de sebo, azotadas por un aliento de manotazos místicos.  Alguna vez le oyeron sollozar, pasada la medianoche, imprecando en quedito a los judíos que martirizaban a Cristo.  Por ello lo dejaron asentarse en la tribu y le dieron posada y le lavaron los pies con motas de floricundia” (203).

Y aquí está lo que para mí fue el fulgor de la prosa, esto es, percatarme que en su explosión de palabras y en su estructura poética resplandecía uno de los sentidos que uno puede atribuir al mestizaje cultural, a la identidad mestiza continental.  Era en ese deslizarse de la palabra, en su sinuosidad, en su incontinencia que los tiempos, las historias, las culturas, se sobreponían y mezclaban sin cesar.  Porque si no, de qué otra manera podríamos entender la unión de vocablos como “haciendo que las hojas se cristalizaran de fuego” (213).  Frases como, “invocaron con gran devoción la salida de los espíritus y penetraron en la zona gelatinosa de la sorpresa, intimidados por el encanto de lo desconocido para saber lo que había tras la marejada espumosa del miedo” (212).
Diálogos como:

Finalmente pasó de prisa un adolescente, tintineando su cascabel de sonajas de bronce: “Sólo la verdad, sólo debe decirse la verdad…”, iba murmurando.  “Espera –lo detuvo el más viejo de los viejos-, no te olvides que también hay que prever de qué manera interpreta cada uno la verdad.”  “Y rió como conejo” (212). 

O, finalmente, conclusiones como:

“No les tengo miedo —repuso el más viejo de los viejos poniéndose de pie--, he visto el amanecer y sé que vienen otros amaneceres para mi pueblo.  Lo único que me dolería es que me mataran unas sombras de la historia como vosotros, idos antes de comenzar, cosas, equivocaciones del destino, nota al pie de un libro olvidado que todavía falta por escribir.  Estoy listo —dijo ciñéndose el cáñamo que le amarraba el taparrabos y apartándose unas guedejas que le caían sobre la frente--.  Mi amor a Centroamérica muere conmigo,” parodió a Francisco Morazán (209-210).

¿No es ésta acaso una versión lírica del mestizaje?
Es así como podemos leer, entender y gozar esos cuentos sin cuento, experimentales, literatura sin aparente trama, que juega con la lengua, sus vocablos, sus expresiones idiomáticas; la sintaxis de cuentos sin cuento supuesto que contar o con cuentos que hay que adivinar.  Son narrativas en las cuales el lector enfrenta una explosión de palabras entre la cuales ha de navegar buscando el sentido, tratando de parcelar y distinguir lo que el escritor dice o quiere decir, lo que es y lo que desea, averiguando su fantasía, el lugar de su libido y acompañándolo paso a paso y con paciencia en un viaje de escondrijos y adivinanzas. 
Los estudiantes lo entendieron bien. Promoción 2012, en Columbus, Ohio.
Sintieron la palabra. Se dejaron tocar, y al preguntarse quizás si el juego era de ocultar o revelar, de perderse o de encontrase, de saber dónde ir o de andar simplemente vagando; o de ser el cómplice de una identidad desvariada que emerge de la escritura, comprendieron, quizás, que, como decía Rubén Darío de Ramón de Campoamor, “abeja es cada expresión que volando del papel, deja en los labios la miel y pica en el corazón”.

Julio Escoto. La historia de Los Operantes. En Sergio Ramírez. Puertos abiertos.  Antología de cuento centroamericano. México: Fondo de Cultura Económica, 2011: 198-214.
http://www.caratula.net/ediciones/51/critica-irodriguez.php







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