17 febrero, 2015

LOS QUISIMOS TANTO
Ella fue siempre una maestra; él un destacado alumno. En 1968 ella, Leticia Silva de Oyuela, me invitó a proponer un libro al Departamento de Extensión de la UNAH, quería autores novedosos; en 1989 él, Roberto Castillo, me confrontó tras un evento cultural en que habíamos participado: “me olvida, le ocurre a profesores con muchos pupilos” exoneró piadoso a mi memoria “me educó Español en La Salle durante los años 60”. A ella la miraba hacia arriba, mostraba tanto de que aprender; a él cual colega, su calidad literaria me enseñaba tanto de lo que yo había deseado. De ambos casos, distantes en tiempos, el fruto que quedó fue una cálida y formidable amistad. Acaban de recibir su finiquito ambos, partieron para siempre, terminaron su misión, si bien fórmula tan fría de decir que fallecieron es para no caer en tristeza, los quisimos tanto.
En el fondo esta manera de considerar a la muerte sólo la consigue uno cuando ha cruzado el límite de la tercera edad y sabe que las primaveras se ofrecen pocas, los otoños muchos. Y se comienza a ver hacia atrás y se perdona uno a sí mismo las impropiedades, se felicita por lo que hizo bien, deduce que el viaje no fue gratuito, nos lo impusimos nosotros para cumplir ciertos objetivos y por ende, viendo al calendario, urge finalizar tareas, concluir labores, amarrar al ideal. A veces el mal físico domina y se asiste primero al cansancio de la enfermedad y luego a la enfermedad del cansancio: hay mente lúcida, capacidad para producir, pero las fuerzas anatómicas se reducen. El espíritu entonces se afina y se expresa hondo en la obra artística y en la solidaridad, en la convivencia y comprensión del acá y del más allá, como hizo Lety. Privilegiados como Roberto Castillo lo entienden temprano, desde jóvenes: este mi talento no fue producto del azar, me fue otorgado para guiar a otros.
Y consiguieron sus propósitos. Prueba de ello es el impresionante número de publicaciones que ambos realizaron, aparte desde luego de lo fugitivo: conferencias, charlas, prólogos, intervenciones, entrevistas, manifestaciones. No sé de alguien que se les aproximara sin que recibiera su apoyo. Ni de nadie que procurara su consejo sin que se le condujera a superiores cánones de calidad, sin egoísmo. Pues una característica que los configuró siempre fue su decidida aquiescencia para ayudar a otros, para hacerles ascender, para encausarles su búsqueda desde un libro, una técnica, una anécdota y, por qué no, en algún caso una reprobación. Asistimos ante una de dos condiciones humanas: del intelectual despectivo y soberbio, instalado en vana torre de marfil, o del que ansía derramar sus luces acumuladas sobre los demás. Esto fueron ambos.
Mil obras escritas, empero, valen menos que un gramo de voluntad. Lo impresionante de Lety y Roberto –y que los eleva a íconos de lo mejor del hondureño– fue su deseo de hacer trascender, por medio de la cultura, al resto de la población. Sus textos no son juegos retóricos y caprichos de la palabra sino asentados fundacionalmente en lo nuestro, como si alumbrando con sus dones el camino se volviera menos árido el camino social, particularmente en los campos del nacionalismo y la identidad colectiva. Desempolvaron, estudiaron, investigaron, bregaron como gambusinos en una veta que sabían ricamente abundante y que era la personalidad –móvil, fluida, densa como es siempre– de su pueblo para tratar de fijarle momentum y de allí extraer conclusiones. Leticia desde la microhistoria y exégesis del arte hondureño; Roberto desde el pensamiento filosófico y la imaginación narrativa, pero invariablemente con valentía, honor y dignidad. En el panteón de las almas creativas merecen túmulo propio.

Personalmente añoraré de ambos su bondad comprensiva y su altura humana, su amistad que honré tantos años; emergen de la doble caja de la memoria las anécdotas. Su rectilínea amistad, diría, sin doblez ni falso compás, sin recelo superfluo. Su cariño prontamente expresado, su vitalidad y humor. A Roberto le advertí, la última vez que conversamos, sobre una broma que hago de él en mi próxima novela, y rió; a Leticia le canté un feliz cumpleaños tras la ventana en Agosto del año anterior. Ambos fueron grandes, gracias a dios que los conocimos y disfrutamos.
Excepto que no pervivieron solos. Si en algún futuro día tengo que ver con la estatua que se les alzará en alamedas voy a exigir terminante que junto a Roberto esté en el mármol Leslie, que lo cuidó conyugalmente y sobre todo con desespero y privadísimo amor en los finales días buscando su salud; y junto a Lety imposible que faltara Félix, su indómito escudero, amanuense, taquígrafo, solícito esposo y convencido cómplice en la inspiración. Para que se vea que cuando amamos amamos mucho más de lo que vemos, que los sentimientos nobles manan de aquellos a quienes admiramos pero que a la vez nos enraizan, nos multiplican en redes benefactoras de carácter social multiplicadas hasta el infinito. Que hermoso ejemplo nos prodigaron estos dos. Merecen, ganaron abundantemente la paz.
(Columna “Con otra Óptica” en Diario El Heraldo)

No hay comentarios:

Publicar un comentario