El artista
y su ciudad
MI INFANCIA Y LOS ANIMALES POLÍTICOS
Julio Escoto
EL ENCONCHE
La sentencia aristotélica,
aquella de que el hombre es animal político porque existe en comunidades y autorregula
sus formas de convivencia procurando que la sociedad progrese en paz, no era
cierta a mediados de 1950, cuando a mis diez años presenciaba yo las más heridas
pasiones ideológicas, en pleno auge de lo que luego llamarían guerra fría y
cuando nacionalistas y liberales del patio interior amenazaban arrancarse unos
a otros las cabezas y emplearlas en prácticas de fútbol.
Mi primer susto
de niño en torno a las disputas que los hombres sostienen más allá de la
propiedad de un terreno, de una pistola o una mujer ––nítida expresión del
machismo secular latinoamericano–– me la proporcionó la huelga bananera de 1954,
cuando se produjo la polarización social más intensa del siglo, más incluso que
la guerra de 1924, ya que en aquel caso particular el enfrentamiento se daba
entre cierta “hondureñidad” ––representada por el campeño, símbolo al fin de lo
nuestro incluso si no nos identificábamos con él–– y un poder ajeno y
prácticamente omnímodo, que era el de las empresas fruteras, por 60 años dueñas
del entorno costeño y por poco del alma nacional.
Eran
discusiones encendidas las protagonizadas desde la mañana al almuerzo y la cena:
la causa obrera tenía razón pues los salarios eran injustos y en los campos se
le explotaba //opuesto a// el capital extranjero es necesario, da trabajo y
trae progreso, nos hundimos si los gringos se van //contrario a// la huelga es
reivindicación patriótica //opuesto a// todo es conspiración comunista...
Por alguna fuente
que debí mamar del seno doméstico o la escuela ––¿dónde si no?–– mi simpatía se
inclinaba por aquellos millares de desarrapados, usualmente analfabetos, que se
habían atrevido a alzar banderas insurrectas contra el statu quo en el propio pálpito
del imperio, y quienes parecían infectos de una contagiosa bacteria de
solidaridad que los hacía hermanarse todos, sobrevivir apiñados cociendo
guineos verdes, su única alimentación, y sobre todo soñando en conjunto,
ideando en conjunto a los triunfos de la justicia, la esperanza y el amor.
Por ese período
vino discreto a casa un señor de caribe acento y oblongos lentes militares en
su faz; buscaba armas. La noche previa mi padre desempolvó y lubricó una que
guardaba encima del armario tallado en caoba, envuelta en bolsa de nylon para
bananina (sustantivo ese proveniente de NY-London) y al mediodía se fueron al
patio, yo detrás, para practicarla. Estallaba con soberbio escándalo, lo que provocó
que cipotes vecinos, incluso las mamás, aparecieran sobre la tapia, pero
tampoco inspiraba terror, sería una M3 o una Madsen 50 de la segunda guerra,
culata plegable, que se atascó (el término por entonces correcto era “se
enconchó”) a la primera ráfaga, tras lo cual mi padre sustituyó la munición con
otra fresca y el comprador la adquirió satisfecho. Sólo más tarde vinimos a
conocer que era un agente de Carlos Castillo Armas, el militarote que emprendía
una revolución financiada por la Agencia
Central de Inteligencia contra el gobierno guatemalteco de
Jacobo Árbenz Guzmán, tildado de comunista.
EL JULIO MALO
Me gusta creer
que vine a la vida genéticamente dispuesto contra la injusticia, aunque no es
verdad. Desde muy infante sufría porque le pegaran a mis hermanos, y a mí
mismo, más de lo que debía doler como castigo, momentos aquellos en que el
enojo, la furia y el rencor asentaban duramente sobre nuestras espaldas la mano
del padre o la madre. Peor cuando el vecino le daba con palos al hijo o la
madre brutamente lo chancleteaba, me envolvía en indignación, temblaba de ira,
me prometía jamás emplear tan vulgares términos dirigidos a mis vástagos cuando
los tuviera pues ningún pecado de esa edad justifica a padres groseros... Era
el calibre del machismo que temprano aprendí ––y detesté–– ya que sólo
ocasionalmente se daba igual contra las hijas.
Con los
estudios, la reflexión y preguntas en algunas entrevistas he venido a deducir
que lo que más odio (lo único que odio) es la potencia de humillación que un
ser humano posee sobre otro. Que uno fustigue al prójimo y lo domine contra su designio,
que ejerza violencia para doblegarlo, que irrespete su más íntima condición de
dignidad es para mí gravemente abusivo. Y de allí que siguiera con estremecida
atención las noticias que transmitían las radios de Tegucigalpa ––HRN y
Comayagüela, ambas de AM que por curiosos balances atmosféricos, o por
repetidoras, oíamos en Valle de Sula–– cuando en 1956 narraban ––entre censura
y autocensura–– los enfrentamientos que a culata y palo escenificaban las
fuerzas represivas de la tiranía de Julio Lozano Díaz con los movimientos estudiantiles,
específicamente del FRU (Frente de Reforma Universitaria) en Plaza La Merced y aledaños.
Se encendía mi imaginación,
me maravillaban la osadía, astucia y pundonor de aquellos jovencísimos
combatientes y luchadores que tenían la malicia de iniciar las marchas de
protesta con cuadernos bajo el brazo pero que al circundar los perímetros de
casa de gobierno descapotaban un camión allí convenientemente estacionado y
bajaban los garrotes de guayabo que portaba, para resistir a la policía defensora
del régimen. Recrudecían entonces los combates, casi de tarde en tarde,
inútiles para tumbar al dictador...
Hasta que una mañana
sin disparos, alborada de otoño en Tegucigalpa tropical, cierto avión voló y
otro luego que ronroneó en torno a sede de gobierno y don Julio bien que entendió,
compuso los cativaches y se fue como Pierrot por las aceras ––era pequeño y
enjuto, con severa disciplina a lo Musolini y Hítler–– al cercano exilio de su
mansión en barrio Bellavista, encumbrado norte de la ciudad capital. Sin
vergüenza declaro que, como universalmente todos, aplaudí el ascenso de un
nuevo actor al tablado de la política local: los salvadores militares.
Ninguno se
extrañe, pues, de que mis iniciales aprendizajes sociales se hayan tintado a la
vez con ilusión y decepción, como en modo impío vendrían a demostrar los años
posteriores cuando precisamente ese incipiente actor se salió de la épica y en
vez de dramatizar a Hércules o Héctor héroe se transformó en sayón romano
traidor, envilecido por la guerra fría del imperio. Menos de una década más
tarde, en 1963, el estamento castrense desencadenaría el tres de Octubre una
matanza carente de explicación, cruel como innecesaria, al derribar a un
gobierno constitucionalmente definido que a 116 días de su ocaso preparaba mutis.
No se le permitió, como no se permitió al pueblo, escribir su destino ni sentenciar
el menor veredicto histórico: los militares ascendieron al poder entre nubes de
gloria y partieron de él décadas más tarde, en 1982, envueltos en la más
ignominiosa sombra de nepotismo, represión y corrupción. El vicioso ciclo de
confianza y deslealtad volvería a repetirse en 2009...
MATANDO AL REY
En 1960 los
Hermanos de La Salle ,
maestros de mi instituto colegial, dispusieron celebrar cierto onomástico con
una velada bufa, que por entonces era de atractiva comicidad para las gentes. Al
evento, escenificado en el segundo piso del “palacio” municipal, entonces
terraza, asistirían crema y nata de Sula, particularmente la burguesía citadina
que educaba a sus hijos en el mencionado instituto ––los Rivera, Pérez, García,
Galdámez, Moreira, Votto, Murillo, Coello, Rivas, Heyer, Peraza, Martínez,
Mata, Zelaya, Baraona, Sabillón, Bográn, Herrera–– así como cierta clase
comerciante que por entonces principiaba a destacar y a la que sólo tres años
antes (1957) se le había consentido ingresar al Casino Sampedrano, sede
exclusiva y exclusivista de la flor de la prosapia local. Ese segundo estamento
estaba integrado con apellidos extraños a los que empero se recibía
fraternamente: Hándal, Andonie, Saybe, Kawas, Boadla, Larach... Aún no emergían
en el panorama otros como Canahuati, Faraj, Facusé, Náser, que son de más
reciente ingreso.
Ilusionaba la
revolución cubana, el espíritu de calle era de un triunfalismo subversivo que
desde luego no todos compartían pero que inflamaba de ilusión a los reprimidos
por el previo gobierno de Tiburcio Carías Andino, prolongado por 16 años, así
como por el cercano intento autoritario de Julio Lozano. En la memoria
colectiva destellaba la heroica faena de 1954 que, a pesar de los obligados
fracasos, había variado a profundidad las condiciones laborales vigentes en el
“enclave bananero”. Peco de sencillo, pues, al afirmar que aquellas nobles
gestas colmaban de fe a grandes masas paupérrimas y deprimidas, hastiadas de sobrevivir
década por década, generación tras generación, bajo el yugo de élites
dominantes incapaces de concebir al desarrollo como la mejor fórmula de paz.
Aquí iba a estallar algo, se veía venir con el tiempo...
Por lo mismo
ideamos con otros alumnos darle buen susto al rey bufo, que era el queridísimo
Chepe Yacamán. De algún padre conseguimos una Smith&Wesson revólver y con
influencias compramos munición de salva, es decir no letal. El escogido para el
metafórico magnicidio fui yo y todavía me pregunto qué características
psicológicas detectaron los compañeros en mi persona para asignarme tan atrevida
como iconoclasta representación. El sábado de gran gala, colmado de público el
salón, me deslicé entre los maquillados príncipes del escenario, las enjoyadas
majas, los uniformes de la banda de guerra, el engolado presentador o maestro
de ceremonias, los redondos Hermanos de La Salle ––que autorizaron el “regicidio”, serían
republicanos–– y convenientemente vestido de paje halé el gatillo ante al trono
real. Tres de las balas de fogueo explotaron, otras no, pero se había conseguido
el escándalo, la función histriónica fue un éxito. El Rey, sabido de la jugada,
se echó de lado y fue rápidamente confortado por la reina, quien le alzó el
brazo derecho en seña de supervivencia mientras arrancaba en los cucarachados parlantes
la Marcha Triunfal...
Todavía no sé que implicó aquello pero presiento que marcó algún signo político
en mi conciencia social...
EN LA VEJEZ
A mis sesenta y
tantos años reconozco que la experiencia política que conocí y he vivido fue
decepcionante, siempre de frustración. Nací bajo la égida de una feroz
dictadura y al semestre de venir al mundo me estremecieron, a doscientos metros
de la cuna, los balazos de la matanza de 1944 en el centro de mi ciudad. A los
diez años aprendí que el mundo no es armónico sino que se desenvuelven en él,
se cruzan y latigan opuestos intereses, cosa que me educó la huelga del 54. Dos
años adelante entendí, con la represión de Julio Lozano Díaz, lo que eran
dictadura y golpe de Estado. Menos de una década después (1963) la defenestración
de Ramón Villeda Morales me convenció de la ruindad de ciertos hombres y de la
ingenuidad y pureza de otros.
Y hoy,
transcurrido el siglo XX y avanzado el XXI puedo declarar espontáneamente y sin
rubor que no hay esperanza, que acabó la ilusión. Pero que por lo mismo debemos
revivirla y remendarla, ladrillarla y confeccionarla de tal forma sólida que
jamás ningún suceso la afecte y distorsione y que ello sólo es posible vía lo
solidario y lo fraterno, vía nuestra resistencia contra la maldad...
Tuve que arribar
a viejo para conocer lo que es lo sustantivo y esencial, pero tal ha de ser el misterio
de la vida y de la misión del hombre sobre la tierra: saber.-
Revista NOCTURNAL.
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